La biopaternidad
«Ser padre y ser buen padre es una elección, quizás la más importante de la vida de un hombre». Imprime carácter, y no solo de forma metafórica. Una paternidad implicada produce alteraciones en el organismo. Es lo que el sociólogo Fernando Vidal llama en La revolución del padre la biopaternidad. Desde que tienen noticia y se implican afectivamente en el embarazo de sus parejas, «nuestros cuerpos masculinos se convierten en cuerpos paternales y esa transformación se irá acentuando en el primer ciclo de crianza», escribe. Investigaciones que datan de comienzos del siglo XXI constatan súbitas variaciones en el sistema hormonal y endocrino. El contacto con los niños dispara los niveles de oxitocina (igual que le sucede a la madre), permitiendo al padre reaccionar con menor estrés al llanto del bebé y reforzando su capacidad de empatía y apego afectivo. Cae simultáneamente de forma drástica el nivel de testosterona, en un tercio o incluso más si el padre duerme cerca del niño. Con el descenso de testosterona y el aumento de vasopressin disminuye la libido (las prioridades de la pareja ahora deben ser otras) y se genera aversión al riesgo. A la vez se reducen el cortisol y la presión sanguínea, lo cual va asociado a una menor irascibilidad, mayor tolerancia a las noches de insomnio y a un aumento del sentido del humor. Cambios todos ellos –destaca Fernando Vidal– que se producen en el padre no por un mecanismo de determinismo biológico, sino que es su propia decisión libre la que los activa.
También Ritxar Bacete dedica partes de Nuevos hombres buenos a la peculiar simbiosis entre biología y cultura característica de la especie humana. Se trata de la epigenética, el conjunto de reacciones químicas y otros procesos, resultado del impacto del ambiente, que condicionan la actividad del ADN. Si este último fuera un coche, la epigenética –explica Bacete– sería algo así como el volante. Pues bien, recientes investigaciones del neurocientífico Richard Davidson demuestran que la expresión de los genes se transforma y es más eficaz en contextos de amabilidad y ternura. «La base del cerebro sano es la bondad; la cooperación y la amabilidad serían innatas pero frágiles, ya que, si no se cultivan, se pierden», asegura el científico norteamericano.
Son argumentos que esgrime Ritxar Bacete en contra de la «cultura sexual patriarcal», marcada por la violencia y la voluntad de dominación, expresada en manifestaciones como «la compra de sexo y pornografía». Una cultura –afirma por su parte Vidal– que contradice la tendencia que ha seguido la evolución humana. Los hallazgos de los primeros asentamientos en Oriente Próximo contradicen esa idea del «hombre competitivo y violento» y muestran que, desde la época prehistórica, la humanidad ha estado marcada por la monogamia y «la relevancia de la cooperación, la compasión, la paz, la fraternidad y otros rasgos asociados a la peculiar sociología humana generada por la familiaridad». Frente a la ley del más fuerte, emerge como rasgo definitorio de lo humano el cuidado del débil, tanto en el varón como en la mujer. El estrechamiento de la pelvis femenina hace que el niño nazca antes de tiempo, en situación de absoluta vulnerabilidad. Pero entonces –escribe Vidal– «el papel del padre se revolucionó para hacer posible el ser humano». Hombre y mujer forjaron una alianza para sacar adelante juntos a esos niños. Y la hipersociabilidad que generó esa nueva vida familiar provocó el desarrollo del cerebro. «El padre –añade el sociólogo– se compromete con una intensidad, imbricación y permanencia como nunca había sido conocido en el conjunto de los seres vivos».