La belleza asoma entre el dolor en los bateyes
En esta exposición en el espacio madrileño O_Lumen sobre los bateyes dominicanos, David Naval evidencia de tal forma su implicación estética que se torna en ética a la hora de denunciar la mano de obra barata y ninguneada
Desgarradora y emotiva, reivindicativa y trágica, artística y esperanzadora y, sobre todo, humana, netamente humana… Todos estos términos, tan contradictorios como apasionantes, son los que solo, en cierto modo, pueden definir la exposición fotográfica Invisibles. La vida en los bateyes, que David Naval presenta en el espacio cultural O_Lumen de Madrid. Dicha institución, una vez más, sorprende por su consolidada apuesta en pro de aquellos discursos artísticos y culturales que rescatan y exaltan la dignidad del ser humano, su trascendencia, asumiendo riesgos e invitando a reflexiones poco frecuentes en otras entidades de semejante índole.
fotoBuen ejemplo de lo dicho, insisto, es la actual exposición, de la que podemos disfrutar hasta el próximo 5 de octubre. A través de una treintena de imágenes, Naval lleva nuestra mirada allí donde nadie quiere mirar, denuncia lo que tantos callan, dignifica a quienes otros esclavizan y, en definitiva, nos enfrenta a esas marginalidades cuya tragedia no está exenta de belleza, cuyo dolor no está exento de amor y en cuyo sufrimiento encontramos, repito, una extraordinaria humanidad. Todo lo cual en absoluto es excepcional en la trayectoria de este fotógrafo, siempre atento a las heridas de las periferias, como demostró en el proyecto titulado Fronteras (2018), centrado en el relato individual y personalizado de los migrantes, a quienes pone cara y miradas rebosantes de historia, de historias, de anhelos, de injusticias…
En la exposición que aquí se reseña, el autor nos hace revivir su propia experiencia a partir del voluntariado con la ONG Selvas Amazónicas, de los dominicos. Fue entonces cuando tuvo la posibilidad de presenciar y compartir el día a día de los haitianos que trabajan en los bateyes o plantaciones de azúcar de República Dominicana. Es ahí donde descubrió las ominosas condiciones de vida de estas gentes, de sus familias, circunstancias que ya vienen desde lejos y que dispares intereses económicos han mantenido y perpetuado.
Según afirma el propio David Naval en conversación con Alfa y Omega, la impactante realidad perpetuada por su fotografía señala el racismo y las condiciones de semiesclavitud de la población haitiana que brega en los aludidos bateyes: «Hay muchísimo racismo hacia ellos, hasta el punto de que, por ejemplo, este verano me contaba un misionero dominico que está allí cómo estaban sacando a mujeres embarazadas a punto de dar a luz de los hospitales, las metían en furgonetas y las dejaban en la frontera de Haití. A esos niveles están llegando. Además, en su día a día es complicado porque no tienen ningún tipo de médico, cuando alguien se hiere trabajando —que es muy normal—, les echan de los sitios y ya no pueden ni trabajar ni vivir, los niños no tienen opción de educación. En los bateyes [los asentamientos rurales asociados a las plantaciones de caña de azúcar] no hay agua, ni luz, ni saneamientos de ningún tipo.
Tan crudo testimonio, Naval lo recrea mediante unas fotografías plenas de colores saturados, donde, por lo general, los cielos nublados —metáfora quizá de unas vidas sin sol—, los intensos grises y verdes, permiten destacar la rotundidad de estos hombres y mujeres, de estos desheredados que, al menos hoy, se alzan cual héroes y heroínas contemporáneos. En efecto, Naval dota a sus protagonistas, a sus figuras, de un valor claramente escultórico, monumental. De hecho, su volumetría coadyuva a registrar, a documentar, esos profundos surcos, esos expresivos surcos que el tiempo, el trabajo y las esperanzas frustradas han ido esculpiendo en los rostros, en las manos y en las miradas que asoman y salen a nuestro encuentro. Naval evidencia de tal guisa su implicación estética que se torna en ética a la hora de denunciar la cotidianidad de esta mano de obra barata y ninguneada, de las silenciosas jornadas de múltiples familias que, lejos de su tierra, luchan por su trágico aquí y por su desolado ahora.
Especialmente desgarradoras, apasionantes y fascinantes, resultan las fotografías que, en primer plano, retratan a seres humanos hendidos por la vida; a pesar de lo cual el fotógrafo no renuncia a la esperanza, una necesaria esperanza de la que hemos de ser copartícipes. Así nos lo demuestran sus horizontes verdes, una casa rosa y, sobre todo, esos adolescentes, esos chavales que no pierden la sonrisa, esos jóvenes que, cuando juegan al baloncesto, nos recuerdan que su mundo, que es el nuestro, en realidad, no es un juego de niños, pero sí es un partido que hemos de ganar entre todos.