La aventura de descubrir al otro, también en política
Repetimos elecciones. Es la primera vez que nos pasa. ¿Qué ha sucedido? Estábamos acostumbrados a que las urnas nos dieran un gobierno, con mayoría absoluta o apoyos más o menos afines. Por vez primera, las pasadas elecciones ponían encima del tapete la necesidad de llegar a acuerdos más amplios de gobierno, pactando, dialogando, cediendo, más allá de las siglas y de las ideologías. No ha sido posible.
Antes de acudir de nuevo a las urnas sería bueno que nos preguntáramos por qué no ha sido posible el acuerdo. Confiarse a un nuevo equilibrio parlamentario tras el 26-J se antoja una huida hacia delante. Y todo parece indicar que ingenua. Como miembros de la sociedad española, ¿podemos aprender algo de lo que ha sucedido?
En primer lugar tendríamos que preguntarnos si no hay más remedio que abandonarnos a la constatación clásica de Hobbes de que «el hombre es un lobo para el hombre», es decir, que el adversario político es un enemigo cuya influencia debe ser neutralizada, con el que no hay nada que dialogar. Si es así, solo nos queda esperar a que las urnas favorezcan alianzas que, con el 51 %, gobiernen en contra del 49 % restante, ahorrándonos la cultura del encuentro.
¿Es esto inevitable? Preguntémonos, ¿como nos movemos en nuestra vida cotidiana, cuando en nuestra familia o en nuestro trabajo convivimos con personas de ideología muy diferente a la nuestra? ¿Es posible construir juntos o nos vemos abocados a la ruptura o a la indiferencia? En nuestra experiencia como nación tenemos, además, un ejemplo reciente de convivencia en circunstancias más difíciles que las actuales.
La democracia que ahora disfrutamos es fruto de una generación que sufrió el horror del enfrentamiento fraticida pero que aprendió en sus propias carnes que el camino no era anular al adversario. El deseo de paz, de convivencia, e incluso de perdón mutuo y de reconciliación, hizo que los políticos de la Transición fueran menos presuntuosos, menos impermeables al diálogo, conscientes como eran de su necesidad, de modo que llegaron a acuerdos que hoy nos parecen imposibles.
Podemos aprender de nuestra experiencia, tanto personal como comunitaria. No hay que resignarse al escepticismo. Es necesario que encuentre espacio en nosotros la experiencia elemental de que el otro, incluso el adversario político, es un bien para la realización de nuestra persona y no un obstáculo. El encuentro con el otro es la condición indispensable para que la verdad de mí mismo, que siempre es relación, se despliegue. Y esta experiencia se abrirá paso en la medida en que reconozcamos nuestra necesidad: necesidad de compañía, de construir juntos, de preocuparnos por el bien de los demás, de amar y ser amados, de abrazo en nuestro error, de significado en el dolor.
Lo contrario de esta conciencia de necesidad, que nos abre al otro, es la ideología. Por eso es urgente «desacralizar» la política. Los políticos no deben arrogarse el papel mesiánico de salvadores de la vida de los ciudadanos. Cuando lo hacen favorecen el choque inevitable de proyectos contrapuestos. Y las siglas se convierten en líneas rojas que separan abstractamente personas que, en el fondo, tienen las mismas necesidades y deseos. La respuesta a las necesidades humanas no viene de las ideologías. La política debe asumir el papel humilde de servidora de la vida de los ciudadanos, verdaderos protagonistas de la construcción social y de las historias que inciden en el mundo.
Es entonces cuando se abre el espacio para el diálogo. El Papa Francisco, con sus gestos públicos (como el de la visita a la isla de Lesbos y la acogida de familias de refugiados musulmanes), nos enseña el camino: «dialogar no es negociar. Negociar es tratar de llevarse la propia “tajada” de la tarta común. [Dialogar] es buscar el bien común para todos. (…) El mejor modo para dialogar no es el de hablar y discutir, sino hacer algo juntos, construir juntos (…), sin miedo de realizar el éxodo necesario en todo diálogo auténtico» (Discurso en Florencia, noviembre 2015).
La aportación de los cristianos a la construcción y a la vida civil pasa por esta cultura del diálogo, a partir de la experiencia de acogida de hombres y mujeres de toda condición. La actividad social y caritativa de la Iglesia está prestando ayuda y acompañamiento a decenas de miles de conciudadanos en grave necesidad. La afirmación radical de la dignidad del otro, por el que Cristo ha dado la vida, forma parte de nuestra experiencia.
No podemos justificar el escepticismo en estos momentos de nuestra vida pública. El desencanto por la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo no puede traducirse en la indiferencia o la abstención. La primera forma de contribuir al diálogo es votar, participar. «Por favor, no miréis la vida desde el balcón, sino comprometeos, sumergíos en el amplio diálogo social y político» (Papa Francisco, Florencia, 2015).