Aquella tarde llovía con fuerza en Iasi, la capital de Moldavia. Plazas y calles estaban abarrotadas de gente que venía desde muy lejos para saludar a Francisco. Llevaban horas resguardados bajo impermeables de plástico trasparente, aunque fuera para ver tan solo durante unos segundos el paso fugaz del papamóvil. El helicóptero de Francisco acababa de aterrizar tras haber celebrado Misa en un santuario de los Cárpatos. Allí, en el corazón de Transilvania, había invitado a los peregrinos «a no tener miedo a mezclarnos, encontrarnos y ayudarnos», un consejo, por cierto, que traspasa cualquier frontera geográfica.
Nadie podía imaginar que estaba a punto de suceder uno de esos instantes que marcan a las personas para siempre, incluido un Papa. Entre las más de 100.000 personas que se agolpaban tras las vallas de seguridad se encontraba una anciana cubierta con el pañuelo tradicional de las mujeres rumanas. Sus manos nudosas sostenían con fuerza a su mayor tesoro, lo que más quería en la vida, su nieto, al que había protegido del frío con un mono blanco.
Al paso del Papa sus miradas se cruzaron. Ella elevó al pequeño en el aire, sonriendo en un gesto de complicidad, segura de que Francisco entendería su mensaje. No hubo intercambio de palabras. Apenas trascurrieron unos segundos. Un momento irrepetible, de los que entran sin permiso, pero se quedan para siempre. Había mucha vida en esos pequeños ojos que brillaban en medio de un rostro arado por las arrugas. La parábola del tiempo reflejada en unas manos desgastadas que han trabajado de sol a sol mientras preparaban el mundo en el que tenía que nacer su nieto. Uno de los fotógrafos que acompañaban al Papa intuyó que acababa de presenciar un instante especial y disparó esta fotografía.
Cuando Francisco entró en el recinto donde tendría un encuentro con familias y jóvenes, la imagen de esta anciana no se le iba de la cabeza. Leía un discurso en el que recordaba el papel de la familia: «La fe no se transmite solo con palabras sino con gestos, miradas, caricias como las de nuestras madres y abuelas». En ese momento dejó los papeles a un lado y mirando a los ojos de quienes le escuchaban, abrió su corazón, relatando su encuentro con esta abuelita que le mostraba su nieto, como diciéndole: «Ahora puedo soñar». Francisco, todavía emocionado, añadió: «Los abuelos sueñan cuando los nietos van hacia adelante». Hasta tal punto estaba conmovido que no dudó en repetir su experiencia a los periodistas, en la habitual rueda de prensa al regreso del viaje, imaginando lo que la anciana había querido contarle con sus ojos: «Estas son las raíces. Y esto crecerá, no será como yo, pero yo doy lo mío».
Ahora el Papa ha mandado imprimir esta fotografía, en cuyo reverso explica por qué le conmovió tanto esta abuela. Una estampa que regala a quienes le visitan estos días, como los obispos de la cúpula de la CEE. Recordar ayuda a aferrarte a miradas que no quieres perder. Y gracias a la esta anciana hemos recuperado un momento que se convierte en memoria. Un homenaje a quienes hicieron todo lo posible para dejarnos un mundo mejor.