Llega la noticia a todos los puntos cardinales de la tierra: la Amazonía está ardiendo. ¿Quién apagará este fuego? En el interior del corazón brota la rebeldía contra aquellos que provocan los incendios; se nos pasan por la cabeza muchas ideas, entre ellas la obligación de practicar las obras de misericordia: consolar al triste, corregir al que yerra, enseñar al que no sabe… ¿no sabrán lo que significa la Amazonía para todo el mundo? Habrá que corregir las equivocaciones que cometemos. Creemos que acompañar este duelo amazónico puede ayudar a todos los que se sienten solos, a los que se sienten tristes, a los que pierden la esperanza, a los que se preguntan qué podemos hacer ante este panorama desolador.
Contemplamos el territorio amazónico y vemos cientos de miles de hectáreas que han sido pasto de las llamas. ¿Cómo resucitar esa vida que se perdió? Porque el territorio de la selva, con su fauna y su flora perdida, era vida para los pueblos que en ella habitan y para el mundo entero que respira. Pero el fuego no podrá destruir la esperanza y las ganas de vivir de todo lo que nace en el corazón justo y generoso del hombre. Dios nos enseña a buscar siempre la vida, a defenderla y a protegerla. Por ello seguiremos acompañando este duelo, soñando juntos, caminando juntos, construyendo juntos… porque de sus cenizas surgirá la nueva vida.
Cuando nos encontramos en la recta final para iniciar el Sínodo de la Amazonía, pareciera que sus enemigos se han despertado con nuevos bríos, queriendo arrancar de raíz este bendito suelo que Dios nos dejó como muestra de la vida en plenitud a la que todo el planeta tiene derecho-. El Sínodo no solo ha despertado las expectativas de esperanza para los pueblos que vivimos en esta región del planeta, la Iglesia que camina en esta selva llevando la buena noticia del Evangelio y acompañando a las comunidades. También ha despertado las voces discordantes y vacías de un espíritu constructivo de comunión y unidad eclesial; hoy debemos sentir la voz del Espíritu que empuja a la Iglesia con nueva fuerza, haciendo que este tiempo concreto que vivimos sea el Kairós divino y providencial que Dios nos da para, con Él, salvar la casa común que es nuestro planeta Tierra.
Por si esto fuera poco, llegan el humo y las llamas de un fuego devorador que está destruyendo la vida de plantas y animales, arrasando la gran biodiversidad de nuestra Amazonía, queriendo dar muerte a la esperanza de una tierra que grita y se retuerce en el dolor de un fuego que asfixia y destruye el pulmón de nuestro planeta. La ambición y la codicia, una vez más, se hacen presentes robando la vida, cambiando la necesidad de tantas toneladas de oxígeno producidas por los árboles y la flora amazónica por toneladas de dióxido de carbono que producen los incendios, dejando a su paso el negro rastro de los tizones humeantes y las cenizas que hablan por sí solas de la insensatez y la tragedia, de la indiferencia e intransigencia de los ciegos que no quieren ver y los sordos que no quieren oír.
Cubriendo de luto con un manto negro lo que fue nuestra verde Amazonía, como Iglesia levantamos nuestra voz profética de denuncia y exigimos no solo justicia ante los males producidos, sino también asumir compromisos para que los pobres y excluidos de siempre no tengan que sufrir la locura humana y sus consecuencias, sino los irresponsables que miraron a otro lado o, como la avestruz, escondieron la cabeza no queriendo ver los peligros que vienen cuando se actúa sin pensar en los demás ni en el bien común, sino pensando en el ego y las ambiciones inconfesables que llenan de luto a nuestra tierra.
Estamos de duelo porque la madre tierra ha sido herida gravemente. En medio de la soledad en la que queda nuestra Amazonía Dios no nos abandona, escucha nuestros gritos como escuchó los de su pueblo en Egipto. Alzamos nuestra oración a Dios para que el Sínodo amazónico tome mayor fuerza, para que el mundo sepa que lo que busca este camino sinodal es la defensa de la vida con el compromiso de una conversión ecológica integral que urge.