Son más de las once de la noche y coincidimos en el tren desde Embajadores a Aluche. Tiene rasgos de Europa del Este, tez lechosa, ojeras pronunciadas, ojos muy azules y pelo cano. Cuando se sienta a mi lado y me habla, corroboro su origen. Está exhausta, pero tiene ganas de compartir. Me dice que qué ojos tan bonitos tengo, así como de Oriente. Y cuando ve que le acepto de buen grado el rato compartido, me cuenta que viene de casa de su hija, en Coslada. Todas las tardes se hace un trayecto de ida de más de una hora y otro de vuelta ya entrada la noche para ir a cuidar a sus nietos porque la mamá tiene que trabajar a deshoras. Que su chico el mayor tiene un déficit de atención y que, aunque es «algo nervioso», ella le sabe llevar. Que ella, que descansa en el amor, no se cansa. Derrocha una energía impensable después de tan larga jornada. Y sonríe, sonríe mucho. Aunque a veces se le escapa la tristeza del abandono de su yerno; de su familia viviendo separada en una ciudad grande y a veces hostil. Del recuerdo de la leche de su hogar, allí en Rumanía, «esa sí que sabe a vaca». Pero reitera su recomendación: «No dejes de entregarte; solo así serás feliz». El Dios de las pequeñas cosas en una anciana rumana.