Joven de 29 años entra en la cartuja: «Yo era feliz, pero me faltaba algo»
Joaquín Almela ha pasado de escalar cumbres y descender cuevas a la vida eremítica de la cartuja de Porta Coeli, en Valencia. «Siento a todos más cerca que nunca», dice
«Soy una persona muy activa. He practicado atletismo durante 15 años, y también he hecho montañismo y espeleología. De hecho, he visitado algunas de las cuevas más profundas y difíciles del mundo. Pero desde hace años venía sintiendo la llamada de Dios, y no me podía resistir más», asegura Joaquín Almela, un joven de 29 años que ingresó en la cartuja de Porta Coeli, en Valencia, el día de la Inmaculada.
El de Almela es un caso especial, porque ha sido llamado a una forma de vida particularmente extraña a los más jóvenes. «Muchos de mis amigos ni siquiera saben qué eso de una cartuja», reconoce. Su familia es creyente y ha estado siempre ligada a movimientos y cofradías, por lo que, al intuir la llamada, hizo algún contacto con la pastoral vocacional de la diócesis valenciana, pero eso no le convenció. «A mí siempre me ha llamado la atención la vida de los ermitaños. Yo ya sabía que aquí en las montañas había una cartuja, pero no contacté con ellos hasta hace dos años, cuando los llamé para hacer una experiencia vocacional. Al poco de estar en este lugar, pensé: “Es mi sitio”».
El contacto frecuente con la naturaleza de este joven ingeniero agrícola fue lo que sembró en él la semilla de la vocación. «En lo alto de las montañas y en lo profundo de las cuevas he podido admirar la creación, y ahí ha sido donde me ha hablado Dios. La naturaleza es un medio para tener mayor intimidad con Él, y me ha hecho conocerlo de una manera especial. Yo era bastante feliz, pero notaba que me faltaba algo».
Con otros siete novicios
Desde hace unas pocas semanas, Almela se ha unido a otros siete novicios que, como él, esperan hacer un día la profesión solemne en la forma de vida que san Bruno inició hace casi mil años. Si bien la vida comunitaria y la celebración conjunta de la liturgia son dos pilares esenciales de la cartuja, el otro es la vida silenciosa que cada monje vive en la intimidad de su ermita. De hecho, la estructura de las cartujas gira en torno a un claustro al que dan las ermitas, las amplias viviendas donde lo hermanos viven, duermen, comen, rezan y trabajan.
Cada celda constituye un pequeño monasterio personal dentro del monasterio común, con varias estancias. En la personal es donde el monje pasa la mayor parte del tiempo, y en ella hay un pequeño oratorio, un dormitorio, una mesa de estudio y lectura, una pequeña estantería con libros, un par de sillas y una estufa de leña para el invierno. Cada una de estas ermitas cuenta con un taller con herramientas y un jardín que el monje puede cultivar y donde puede esparcirse sin necesidad de salir fuera.
«Aquí vienes y estáis tú y Dios a solas. No hay ningún entretenimiento. Yo he venido a estar solo con Dios», afirma. Pero aunque los monjes pasen la mayor parte del tiempo en silencio y en soledad, «en tres momentos al día nos reunimos todos en la iglesia. El domingo comemos juntos y tenemos un rato de recreación en comunidad, y otro día damos un largo paseo juntos, para conocernos y compartir experiencias».
Para este joven, el momento «más especial» del día es la celebración de la Misa, que se realiza de manera muy solemne, con cantos y en latín: «Es un regalazo que nos da Dios poder celebrar así, alabarle y darle gloria de esta manera tan sublime. Es como estar en el cielo», asegura.
A pesar de la distancia, en la conversación se desliza la sensación de una alegría que quizá muchos jóvenes de hoy desconocen, porque «si estás lleno de Dios, eres feliz. Lo notas tú y lo notan los demás». Por eso, «aunque algunos amigos antes de entrar me dijeron que me iban a echar de menos, en realidad estamos más unidos que nunca. De hecho siento a todos ahora más cerca que antes, y ellos saben que en este rincón perdido de las montañas hay uno que está rezando por ellos».