Hay una pequeña historia que manifiesta quién era y cómo era Joseph Ratzinger. Arroja una imagen distinta de la que hemos recibido en la opinión pública: el rottweiler de Dios, el panzerkardinal, el que todo lo quiere controlar porque de todos desconfía.
¿Era verdadera esta imagen? Recordemos esa historia, bastante conocida. Paolo Gabriele era su hombre de confianza en la vida personal, el hombre que por las mañanas lo asistía al levantarse; el que por las noches lo ayudaba al acostarse. Pues bien, era precisamente él quien le robaba los documentos… Detengámonos un momento, porque merece la pena. ¿Qué vemos aquí? Un Papa totalmente ajeno a las intrigas, totalmente confiado. Porque él era así: fue siempre un hombre ajeno a la pequeña política. A la carrera eclesiástica, a las maniobras. Nunca se movió bien, nunca supo colocarse en un lugar ventajoso. No era lo suyo. Esta es su debilidad y su grandeza. Sobre todo su grandeza.
Es lo que se ve a lo largo de toda su trayectoria. Nunca buscó las gravísimas responsabilidades que asumió en el servicio de la Iglesia. Fue obispo de Múnich contra su deseo: aceptó renunciar a su carrera como teólogo porque Pablo VI le pidió servir a la Iglesia de un modo nuevo en momentos de gran incertidumbre. Y, más tarde, se dirigió al ojo del huracán porque Juan Pablo II le insistió. El pontificado le llegó cuando pensaba retirarse a escribir Jesús de Nazaret. Todo esto puede parecer difícil de creer, un discurso hagiográfico, un panegírico, pero pienso que es sencillamente verdadero. O, al menos, más verdadero que otras interpretaciones. Nos resulta difícil de creer en la medida en que nosotros hemos renunciado a esa sencillez.
Quizás por eso, cuando llegó al pontificado, no supo gobernar la Curia. No fue un hombre de gobierno, y la Iglesia pagó su precio por ello. Su ingenuidad salió cara. Pero esa pequeñez, esa ingenuidad, también puede dar sus frutos. Es el Ratzinger de siempre: inerme, despreocupado, confiado, porque no construye una carrera, no maniobra, no hace estrategia. Ese Ratzinger siguió siendo así cuando se convirtió en Benedicto.
¿Podemos decir algo sobre su aportación en estos tiempos? Quizás podemos aventurar dos cosas. En primer lugar: Ratzinger ayudó a explicar que la fe se tiene intelectualmente en pie, que no es un cuento para niños. Ganó para la fe un cierto respeto intelectual. Pero no consiguió hacerla amable ni interesante para las masas. Estaba descalificado: el estereotipo del rottweiler pesaba demasiado sobre él, era un outsider. Francisco tiene un estilo distinto. Ha conseguido despertar el afecto y el interés por aquello que Ratzinger contribuyó a mantener en pie.
Una segunda síntesis sería esta. Quienes compartimos su fe, o algunos de entre nosotros, esperábamos mucho de la fortaleza de Juan Pablo II y, después, de la clarividencia de Benedicto XVI. Pero ni una ni otra han dado esos frutos. Al menos así parece. Quizás por eso necesitamos ahora la inteligencia práctica de Francisco. Quizás esta inteligencia práctica pueda fecundar aquella fortaleza y aquella clarividencia. En cualquier caso, sabemos que no estamos en la Iglesia de los fuertes, ni de los sabios, ni de los sagaces: es la Iglesia del Cordero degollado.
En la Iglesia actual, y particularmente en Ratzinger, se cumplen ¿quizás como nunca? las tremendas palabras de san Pablo sobre los apóstoles: «Dios nos coloca los últimos, como condenados a muerte, dados en espectáculo público, locos, débiles, despreciados, la basura del mundo, el desecho de la humanidad». Pero lo peor no es eso. Lo peor es que lo hemos merecido. ¿Hay alguna salida? En realidad, no debemos buscarla. Más bien debemos hacer de estas palabras un lugar donde vivir, un programa de vida. Así nos asociaremos a la pasión y resurrección de Cristo. Y daremos fruto. Repitamos lo dicho más arriba: la Iglesia no la salvan los fuertes, ni los sabios, ni los sagaces, sino el Cordero degollado. Él permanece en pie, y contempla sereno la historia. En eso se apoya nuestra confianza.
Volvamos a la imagen del rottweiler. No le hace justicia de ninguna manera. Solo se mantiene si uno no quiere deponer ni por un momento sus prejuicios, si uno se niega a acercarse con mirada limpia a la persona y escuchar lo que tenga que decir. En este contexto, el silencio de sus años finales es también significativo. Quizás ahí, en su silencio, Ratzinger se ha ganado el respeto como no supo o no pudo hacerlo en los años de su presencia pública permanente. Quizás ahí ha comenzado a cambiar su imagen. Me gustaría que así fuera, porque sus escritos iluminan la situación intelectual y espiritual como pocos, muy pocos. Ratzinger crecerá…
Fernando Savater, a quien siempre se lee con interés, escribe sobre los dos papas en El País (13 de enero de 2023). ¿Sobre o contra? A Francisco lo descalifica como peronista. A Benedicto lo trata con más aprecio, aunque también lo descalifica: «Ser pensante es preferible que ser creyente». Savater apunta así a una cuestión central en Ratzinger: ¿Hay que elegir entre pensar y creer? ¿Realmente se excluyen? Si así fuera, la honestidad intelectual de Ratzinger no le habría permitido creer. Como la de Unamuno. La diferencia es que Unamuno vio incompatibles la razón y la fe. Ratzinger, por el contrario, pensaba que se fecundaban mutuamente, que se iluminaban y purificaban la una a la otra. ¿Es así? Una pregunta para todos los tiempos. Mientras tanto, descanse en paz el querido, queridísimo, Benedicto XVI.