José Luis piensa que vive en una ciudad santa. Llegó a ella después de abrir el surco cristiano en el sur del país, donde no había sacerdotes desde los primeros nestorianos que pasaron por allá en el siglo VII. Lleva seis años de trabajo pastoral en Karagandá (Kazajstán), un nombre que evoca la Ruta de la seda, el paso de Gengis Kan a Turquía y el misterio del Gran Tamerlán, un temible guerrero que se casó con una dama de Bergantiños (se ve que la tendencia gallega a emigrar viene de lejos). Es una ciudad santa porque la Iglesia del Silencio ha escrito aquí páginas de heroísmo y fidelidad que compondrían un best-seller de aventuras de las que acaban bien, si se mira la Historia y la vida desde el otro lado. Aquí llegaron los vagones de deportados alemanes, polacos, ucranianos, griegos y lituanos, mandados por Stalin hasta donde se acabe la vía, y sobrevivieron porque el pueblo kazajo es hospitalario hasta el extremo. Aquí florecieron los gulags, alguno de ellos en activo hasta 1991. Aquí, ortodoxos, católicos y armenios se ayudaron a ser fieles a Jesucristo en condiciones durísimas, porque no era la naturaleza sino el hombre que lo ponía difícil. La cruz de Cristo ha dejado huella aquí, como una autopista sin peaje, dice José Luis, que hace que las oraciones lleguen al cielo y regresen con montones de síes y de por supuestos. No es extraño que en Karagandá, en el centro del Asia central, la fe esté echando raíces.
A José Luis se le ilumina la cara hablando del seminario, del que es Rector. Desde que el obispo tuvo el coraje de abrirlo, hace seis años, han salido cinco sacerdotes, todos en activo, dice con una punta de orgullo del que le gusta a Dios. Once jóvenes más se preparan, y José Luis habla de cada uno como si lo hubiera parido, y eso quizá es lo único que no ha hecho por ellos.
–¿Toma un poco de vino, don José Luis?
–Sólo un poquito. Hace tres años que no tomo, porque en el seminario nos lo hemos vedado. Aquí el alcohol es un problema serio, y queremos poner bien los cimientos.
Su obispo ha encargado a José Luis que organice el viaje de las cuatro diócesis kazajas a la JMJ de Madrid, y hablamos de todo: de cómo va a llenar un avión chárter de Iberia; de que ya han hablado con el cónsul español para los visados; del número de puestos que quiere reservar para que jóvenes ortodoxos no se pierdan esta fiesta de fe; de cómo traducir al ruso las catequesis; de cómo el Carmelo de Karagandá reza por los frutos de la JMJ. Y de cómo solicitar la ayuda del fondo de solidaridad. Historias extraordinarias de gente extraordinaria que no sabe que lo es, y que se esconde detrás de cada pequeño donativo que hacemos a la JMJ.
Yago de la Cierva es Director de Comunicación de la JMJ