En una secuencia del documental Camina conmigo, varios monjes budistas que rezan en una calle de Nueva York son increpados por un católico. Armado con un megáfono, los llama blasfemos y los exhorta a abandonar la idolatría. El contraste entre la quietud serena de los monjes y los gritos del católico pone los pelos de punta. Por desgracia, la actitud de este hombre es la de muchos cristianos a la hora de enfrentarse a otras tradiciones: un cristianismo de aldea, que vive a la defensiva.
Hace nada asistí a una escena parecida en el aula. Una de mis alumnas propuso una actividad de relajación zen antes de exponer el cuento infantil que había elaborado. Durante la relajación, otro alumno, conocido por salir siempre en defensa de los valores cristianos, agarró la cruz que colgaba de su cuello con señales de ansiedad en su rostro; como si hubiera visto al mismo diablo y retrocediera.
Muchos católicos no comprenden que otras tradiciones espirituales custodian tesoros tan valiosos como los suyos. El solo hecho de equiparar su tradición con otra les produce sudores, porque supone rebajar a Cristo de la categoría de Dios. Su visión es la de un orden y cualquier cosa que atente ese orden los desconcierta. Estos católicos que viven su fe en clave belicista son alentados por sacerdotes que, desde sus redes sociales, velan por la ortodoxia en una suerte de cruzada digital. Toda aventura espiritual, desde su prisma, está bajo sospecha. Todo conato de diálogo con el diferente se tacha de sincretismo o nueva era. Supongo que, porque las iglesias están vacías, tienen mucho tiempo para estar dándole al dedo. Las iglesias, por otra parte, están vacías porque las antiguas pastorales han caducado. Frente a una realidad globalizada, más interconectada que nunca, solo cabe una actitud amistosa, que no escabulla el diálogo y la búsqueda de aquello que nos une, que es mucho.
La obstinación de ese hombre que vocifera con el megáfono y la de mi alumno nacen del miedo. Se trata de una fe infantil, tan primaria que resulta conmovedora. Igual que en las parejas que se aman las diferencias no anulan identidad de cada uno, sino que la trascienden y acaban resultando una ayuda para los dos, quien tiene una experiencia sólida no vive acuartelado ni rehúye la confrontación, sabe reconocer el Espíritu en recipientes con otra geometría.
Si consultamos los Evangelios, encontramos a un hebreo que contradice a los religiosos de su pueblo dialogando a solas con una mujer samaritana; que come en las casas de los publicanos o se salta el sabbat a la torera: corta espigas y cura a los enfermos. Jesús no dedicó sus tres años de vida pública a subrayar lo que lo separaba del resto del mundo. Jesús se acercó a los que no eran como Él y les habló sin aprensiones. Su vida pública ridiculiza la fe rígida, sin crecimiento. La suya fue una vida creativa, como la de la naturaleza o el universo.
Thich Nhat Hanh, el monje budista que protagoniza Camina conmigo, relata cómo en Praga oyó la campana de una iglesia y el tañido le hizo conectarse con el alma de la vieja Europa. «Bajo las campanadas de la iglesia —dice—, oí la campana de un templo budista en lo más profundo de mi conciencia. Era como un encuentro entre una civilización y la otra». Y también: «Cuanto más en contacto estuve con el cristianismo y el judaísmo, mejor logré entender el budismo». Yo podría decir lo mismo, desde mi propia experiencia: cuanto más en contacto estoy con el budismo, más entiendo y mejor mi cristianismo. En la actualidad, los discípulos de Thich Nhat Hanh, cuando escuchan las campanas de las iglesias que rodean Plum Village, su templo enclavado en Francia, se detienen y guardan silencio mientras sonríen, respetuosos.
Ojalá que los discípulos de Jesús tengamos ese mismo respeto por los que son como nosotros.