Jesús, el Rey del Universo
34º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 23, 35-43
Celebramos la fiesta de Jesucristo Rey del Universo al finalizar el año litúrgico, en la culminación de los doce meses en los que hemos ido recorriendo, domingo a domingo, los misterios de la vida del Señor, la historia de la salvación conducida por Dios, que culmina en la Pasión y Muerte del Señor, y en su glorificación total, es decir, en su venida gloriosa como Rey. Jesús es el fondo del tiempo: el Señor de nuestras horas. Así, el año litúrgico, el tiempo de la historia de la salvación, tiene que culminar necesariamente en Quien es su sustrato y su guía: en Jesucristo.
El Evangelio de Lucas nos presenta a Jesús, que está crucificado entre dos bandidos (dos personas rebeldes, pertenecientes a aquella corriente dura, violenta, zelota, de Israel). Así acaba el Hombre o, mejor, así empieza el Hombre. En este pasaje evangélico encontramos la siguiente escena: uno de los malhechores crucificados junto a él le ofendía e insultaba, mientras que el otro lo reconocía en la humillación, se compadecía de él, y se enfrentaba a su compañero también crucificado («Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada»). La escena es preciosa. Es el reconocimiento de la realeza de Jesucristo en la cruz. No de cualquier realeza: de la realeza de Jesucristo cuando es un reo, cuando está condenado por los reyes de la tierra, cuando su reino aparentemente ha fracasado, cuando ha descendido a lo más bajo de la humillación humana. Y, entonces, el creyente lo señala y le dice: «Tú eres rey», como dice el letrero que está puesto en la cruz.
Es significativa la actitud de los que pasan por allí, los curiosos, los que quizá antes aclamaron a Jesús, y ahora se burlan: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Hasta aquí llega el tentar a Dios, el no respetar su sufrimiento. Quien no reconozca a Dios en el fracaso y en la humillación nunca será un verdadero creyente.
A a esta actitud de desprecio y burla se unen el rechazo y odio de uno de los hombres condenado también a la cruz, que le insta para que los libere: «Sálvate a ti mismo y a nosotros». Es el grito de todos los rebeldes de la tierra, que han mostrado su sublevación violentamente y que se enfrentan a Dios, porque Él no ha favorecido y no ha hecho triunfar su violencia.
Frente a esta reacción, destaca la actitud del otro ladrón. Él se encuentra también en la humillación, el dolor y la tortura. Pero hay un primer reconocimiento de pura honradez: se enfrenta a su compañero para recordarle que ellos son culpables, mientras que ese hombre muere inocente. Él lo reconoce, lo mira con compasión y se somete a su misericordia y a su perdón. Y se dirige a Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Es un reconocimiento total, como el del centurión romano al pie de la cruz: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15, 39).
El reconocimiento de verdad, el definitivo, es el que desemboca en una confesión de fe honda y en una adoración al pie de la cruz, y tal vez crucificados. En caso contrario no hay reconocimiento. Cuando nos acosa el dolor y miramos con rabia a Dios para preguntarle el porqué de nuestro sufrimiento, estamos con el mal ladrón, porque atribuimos a Dios una maldad que no es de Él.
¡Qué impresionante respuesta de Jesús al final del Evangelio: «Hoy estarás conmigo en el paraíso»! Es decir, hoy, en este momento, no después, estarás en su compañía, que es el amor de Dios y su abrazo. Hoy si reconoces en el Crucificado al hombre, al sufriente injustamente, al solidario hasta las raíces de la humanidad, al que ha ido más atrás que Adán porque era anterior para salvar al hombre; si hoy lo reconoces en la cruz, estás inicialmente en el paraíso.
El Evangelio de este domingo nos presenta a Cristo en la cruz: este es su trono. Y no seamos idealistas: Él estaría retorciéndose de dolor, cubierto de sangre, de mugre y de excrementos. Su apariencia: «Ante quien se vuelve el rostro» (Is 53). ¿Quién ha quedado mirando aquel despojo? Su madre, algunas mujeres, y el discípulo amado. No es una maravilla, y sin embargo es el Rey del Universo. No nos fiemos tanto de las apariencias, porque las apariencias engañan.
La fiesta de Jesucristo Rey del Universo tiene un gran mensaje: miremos al Crucificado, pero no tanto a esas preciosas esculturas del Barroco español. Miremos a una imagen que se asemeje a la de Cristo: el mendigo sucio, la persona cuyo cuerpo está deformado por la enfermedad, el que sufre desgarrado de dolor en la cama de un hospital… Este domingo es un día para no mirar las imágenes, sino el fondo de esa imagen. Únicamente cuando reconozcamos a Dios en la cruz y vemos su impotencia a la que le lleva su amor al hombre y a la libertad humana, no perderemos la esperanza, porque tendremos la gracia de una fe profunda.
En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».