Hace dos semanas, en su catequesis de los miércoles, con referencia a la familia y «su natural vocación a educar a los hijos», el Papa Francisco mostraba cómo, «de hecho, se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia y escuela», y cómo «el pacto educativo hoy se ha roto…, se ha visto socavada la confianza mutua», al tiempo que «se han multiplicado los así llamados expertos, que han ocupado el papel de los padres, incluso en los aspectos más íntimos de la educación»; los expertos son los que saben, «y los padres sólo deben escuchar, aprender y adaptarse». El resultado no se hace esperar: padres que están cayendo en el evidente riesgo de «autoexcluirse de la vida de sus hijos. Y esto es gravísimo», sentencia el Papa. «Es hora –concluye– de que los padres vuelvan de su exilio –porque se han autoexiliado de la educación de los hijos– y vuelvan a asumir plenamente su función educativa». En esta tarea –también lo subrayó Francisco–, «las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la misión educativa de las familias», y no es pequeño, desde luego, el de la creación de colegios en régimen de concierto con las Administraciones públicas, cuya obligación de servicio al bien común les exige, en primer lugar, el respeto a la libertad de los padres a la hora de elegir la educación de sus hijos y, por añadidura, reconocer el beneficio del claro ahorro que dichos colegios procuran al erario público.
Como bien señala el Papa, poner en riesgo el sagrado deber-derecho de los padres de educar a sus hijos, limitándolo –¡no digamos hurtándolo!–, sin duda, es gravísimo. El daño que está causando a la sociedad entera no puede estar más a la vista, un daño moral, ciertamente, pero también material y, en definitiva, destructivo de lo humano en su verdad más honda: el deseo de infinito que constituye el corazón de todo hombre y de toda mujer. El hecho de no respetar la libertad de educación, imponiendo el poder una determinada, por muy acertada que fuese, acaba viciando cualquier acierto, al separarlo, precisamente, de la libertad. La verdad, el bien y la belleza se reconocen, se viven y se proponen, nunca se imponen por la fuerza. Tal imposición los desvirtúa en su misma raíz.
Subraya Francisco que educar a los hijos es la natural vocación de la familia, que ningún poder de este mundo está legitimado para suplantar, más bien al contrario los poderes del Estado están obligados a apoyar y servir a dicha vocación natural de los padres, y sus palabras hacen bien presente hoy las que, a este respecto, pronunció su antecesor san Juan Pablo II en la Misa para las familias, que presidió en Madrid el 2 de noviembre de 1982, durante su primer viaje a España, cuya vigencia no puede ser más apremiante. Dijo a los padres: «Vuestro servicio a la vida no se limita a su transmisión física. Vosotros sois los primeros educadores de vuestros hijos», y avaló su afirmación con la enseñanza del Concilio Vaticano II: «Los padres, puesto que han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación de educar a la prole y, por tanto, ellos son los primeros y obligados educadores», un deber «de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse». Y el santo Papa añadió que, «dado su origen, es un deber-derecho primario en comparación con la incumbencia educativa de otros; insustituible e inalienable: no se puede delegar totalmente en otros ni otros pueden usurparlo».
Los derechos y deberes que, en el ámbito educativo –reconoció también Juan Pablo II–, le competen a la autoridad pública están determinados por su servicio al bien común, de modo que su cometido no puede ser «sustituir a los padres», sino «ayudarlos, para que puedan cumplir su deber-derecho de educar a los propios hijos de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas». Y nos recordó a los españoles –lo cual supone una defensa inapelable de la enseñanza concertada– lo que, justamente, establece nuestra Constitución: que «los poderes públicos garantizan el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que está en conformidad con sus propias convicciones».
No olvidó tampoco Juan Pablo II, en aquella ocasión, recordar el derecho de los padres «a la educación religiosa de sus hijos», que «debe ser particularmente garantizado», ya que, en definitiva, «es el cumplimiento y el fundamento de toda educación», cuyo objeto no es otro –y el Papa volvió a citar nuestra Constitución– que «el pleno desarrollo de la personalidad humana». Y no es posible educar de veras, por tanto, ignorando «quién es la persona humana», dato esencial que pone en primer plano su sucesor Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate. ¿Qué clase de educación puede haber en la dictadura del relativismo hoy dominante, si no se reconoce la auténtica verdad de la persona humana, en toda su dignidad de imagen de Dios y con un destino eterno? La describe muy bien el Papa, precisamente aludiendo a la ecología –vale la pena estar atentos a la ya inmediata encíclica de su sucesor Francisco–: «Es una contradicción pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas». Y el respeto va parejo a la libertad.