El 6 de marzo, los medios polacos publicaron una extravagante conclusión noticiosa: según el documental televisivo de Marcin Gutowski Franciszkanska 3 (que alude a la dirección de la sede episcopal de Cracovia), y el libro Máxima culpa, de Ekke Overbeek, Juan Pablo II «fue culpable de encubrir casos de abusos sexuales por parte del clero» cuando era arzobispo de Cracovia, el corazón espiritual de Polonia. Pronto toda la prensa mundial acabó haciéndose eco.
¿Es posible que no solo cardenales y obispos hubieran encubierto los abusos del clero, sino que también lo hubiera hecho un Papa muy querido, ya canonizado? La Iglesia tomó cartas en el asunto por dos razones: en primer lugar, las acusaciones eran a la par enérgicas y emotivas, por lo que su publicación fue como echar gasolina al fuego de la ya polarizada opinión pública polaca. En segundo lugar, más importante, para los católicos —la gran mayoría del país— estaba en juego la reputación de uno de los polacos más ilustres de los últimos siglos.
El 14 de marzo, los obispos de Polonia anunciaron la creación de una comisión de expertos para investigar los casos de abusos a menores cometidos en el pasado. Un paso fundamental en la senda de la trasparencia. En 2019, el documental No se lo digas a nadie sacó a la luz el escalofriante testimonio de varias víctimas. Lo han visto 24 millones de personas, provocando un verdadero terremoto que impulsó a la Iglesia a tomarse finalmente en serio esta lacra y abordar una muy necesaria reforma. Desde entonces, ha habido cambios importantes en materia de prevención y protección. Pero aún faltaba un paso crucial: una mirada transparente a un pasado difícil.
En ningún país ha sido fácil. Pero la historia de Polonia en el siglo XX tiene muchas peculiaridades. Fue el único país de mayoría católica sometido a un régimen comunista totalitario durante más de cuatro décadas. La Iglesia fue duramente perseguida, con sacerdotes como el beato Jerzy Popieluszko, que dieron su vida por la fe como mártires.
Comprender el pasado comunista de Polonia es indispensable para evaluar la credibilidad de las acusaciones contra Karol Wojtyla. Las actuales se basan en documentos de los llamados archivos SB, del Servicio de Seguridad del régimen comunista. Los informadores del SB que vierten las acusaciones eran sacerdotes que habían cometido un delito de abuso sexual. Tras ser capturados por la Policía, aceptaron convertirse en espías para evitar la cárcel o mitigar el castigo. De hecho, la propia SB admite sobre un pederasta en serie que figura en sus archivos: «No le procesaremos, porque, cuando esté libre, hará mucho más daño dentro de la Iglesia». Las fuentes de la SB que citan los medios de comunicación han sido replicadas sin ser cotejadas, ya que la petición de los autores del documental de acceder a los archivos eclesiásticos fue denegada.
En todo caso, ese documental no es la única pesquisa abierta. En diciembre de 2022, el galardonado periodista polaco Tomasz Krzyzak publicó una investigación sobre dos de los tres casos citados ahora, basándose en los mismos archivos del SB, pero de forma más objetiva. Las conclusiones de Krzyzak fueron que el entonces cardenal Wojtyla no solo actuó ante las denuncias de abuso sexual a menores, sino que se adelantó a su tiempo, ya que los trató como «delito» y no como «pecado», como era la práctica de la época. «Todo delito debe ser castigado», escribió Wojtyla a un abusador en 1971.
Como recordó el 14 de marzo el arzobispo de Lodz, Grzegorz Rys, «la guerra contra la Iglesia y la nación, dirigida por las autoridades de entonces, era también una guerra por la memoria futura». No es posible leer la actuación de Wojtyla sin la luz del contexto de un país bajo el yugo comunista, que a menudo difundía rumores sobre los sacerdotes buenos para mancillar su reputación, y en el que amigos sacerdotes de Wojtyla fueron asesinados. Pero no hay mal que por bien no venga. El escándalo creado por las recientes acusaciones ha forjado un cambio eclesial en la constatación de que el dolor de los abusos no desaparecerá a menos que toda la Iglesia acepte las tres directrices del Papa Francisco: transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad. Yo sé algo de esto. En 2021 publiqué la noticia de un devastador caso de encubrimiento en la Orden de Predicadores de Polonia. A pesar de las pruebas, el agresor nunca fue castigado por sus superiores y años después abusó de una monja. Hace tres semanas fue condenado a tres años de prisión. ¿Habría sido ejecutada la orden sin presión mediática? No, no lo hicieron durante años. ¿Actuaron inmediatamente tras la publicación de la noticia? La respuesta es sí. La cobertura mediática de los abusos es positiva.
En la mayoría de los países, sin la información de los medios, la Iglesia no habría sido capaz de reformarse sola, o el cambio se habría eternizado. Eso es lo que ha ocurrido en Polonia, donde hemos visto una reforma a cámara lenta. En mi país, y en muchos otros, la transparencia es una palabra vacía porque las autoridades eclesiásticas solo revelan las malas noticias cuando se ven obligadas por presiones externas. Como consecuencia, los fieles y muchos jóvenes creerán las primeras acusaciones sin pensárselo dos veces. Solo la apertura de los archivos aclarará la verdad, y la propia verdad será la que defienda a Juan Pablo II como un obispo honesto. Con todo, la rectificación llegará tarde para muchos.
Los informes publicados en los medios de comunicación también están demostrando algo mucho más importante: hay cientos de personas que han sido víctimas de este delito. Un reciente documental mostraba a personas que consiguieron cerrar sus heridas en lo más profundo de su ser, que nunca se lo contaron a nadie y que, aunque sus perpetradores estén muertos, ellos, los supervivientes, están vivos; pero algo murió dentro de ellos. Estas personas merecen ser escuchadas. Curadas. Cuidadas. Solo con la apertura de los archivos de la Iglesia podemos de una vez por todas identificar quién fue el abusador y quiénes fueron sus víctimas. Y solo entonces poner un bálsamo curativo en sus heridas.