In memoriam. Un atleta de la vida - Alfa y Omega

Conocí a Manolo Fernández de la Peña durante una manifestación contra el aborto en la universalmente célebre plaza de Santa Cruz de Sevilla. El Gobierno francés había adoptado cierta medida contra la vida (seguramente hoy nos parecería poca cosa para lo que ha venido después) y los provida de la ciudad nos echamos a la calle para protestar ante el Consulado galo. Manolo no podía faltar. Recuerdo que su alocución fue presentada como la de un deportista de la vida, y efectivamente, cogió el megáfono y empezó a entonar la marcha que todos asociamos con los Juegos Olímpicos, aunque con una letra muy distinta: «Aborto no, aborto no, aborto no, Vida sí, vida sí, vida sí». Incansablemente, durante un buen rato, los pulmones de este atleta moral nos llenaron de optimismo y ganas de seguir luchando, hasta que la plaza entera acabó vibrando y cantando. Llevó a esa concentración, y a otras, una pancarta que decía Viva la madre que me parió. Había allí varios niños que la tomaron en sus pequeñas manos. Alguien les fotografió. Cuando llegué al periódico ABC, donde yo entonces trabajaba, me encontré con que la telefoto escupía esa imagen. Una agencia internacional la había servido. Las intuiciones de Manolo…

Dedicó su vida, con la misma consagración de un monje, a una protestación de fe en la vida, según la Buena Noticia de Cristo. Y así hasta su último aliento, porque tras haberse ganado el pan durante muchos años, como mandaba san Pablo, en su puesto del Registro municipal en su pueblo de Mairena del Alcor, acababa de jubilarse cuando la muerte, que no es el final, le ha impuesto el descanso eterno. Pletórico de energía comunicativa, Manolo era una máquina de idear y sacar adelante iniciativas a favor de la vida del no nacido mediante la ayuda integral a su madre. Quemó sus días en lo mejor y más noble que se puede hacer en esta vida: dar voz a los que no la tienen, abogando por los más pobres de los pobres. Un abarrotado templo de la Asunción —cinco oficiantes, un diácono, dos acólitos, ¿mil amigos?—  le daba el último adiós o el primer hola, según se mire, bajo la mirada radiante de un mural de san Juan Pablo II, que movilizó el corazón de Manolo, el mismo que se ha parado, tras haber dado todos sus latidos a la causa de la vida. También se detuvo el del Divino Maestro, que, resucitado, señalaba al centro del altar mayor de la iglesia mairenera. Allí estaba un Jesús Niño contemplando sonriente el cuerpo exánime de Manolo a sus plantas. El alma de este héroe ya había volado y estaba en los corazones que seguían latiendo.