Hospitalidad india - Alfa y Omega

En los pueblos que visitamos se suelen turnar para darnos de cenar. Por eso cuando llego a un pueblo suelo preguntar: «¿En qué casa ceno hoy?», y así la dejo para el final. Cuando me dijeron que cenaba en casa de Ramanbhai, sonreí: «Seguro que tendré cordero». Os cuento.

Ramanbhai es un hombre buenísimo que se gana la vida criando y vendiendo cabras. Pero no puede decidir si quiere más a sus hijos o a las cabras que los alimentan. Las susodichas se comportan como dueñas de la casa. Un día estaba enfermo y le encontré tiritando de fiebre en un camastro con dos cabritas acurrucadas junto a él dándole calor (y pulgas).

Terminadas las visitas, me dirigí hacia su casita y me descalcé a la entrada. Como es costumbre me senté en el suelo y, enseguida, su buena mujer puso delante de mí un plato de metal con algo de arroz, verduritas y una salsa amarilla. No hice más que santiguarme cuando ya tenía dos cabritas por delante y otra por la izquierda mordisqueando las verduritas, que por lo visto les apetecían más que a mí. Delante de mí, Ramanbhai sonreía complacido. Pienso que es así como él debe de comer todos los días, compartiendo su plato con sus queridas cabras. No importa, que yo de hambre no me muero. Les di las gracias y me despedí de ellos hasta la próxima.

Estaba ya oscuro cuando salí. Tanteé para calzarme, cuando noté algo blando dentro de mis sandalias. «¡Qué asco!». Tomé nota: la próxima vez, pondré las sandalias boca abajo. ¡Cabritas!

En otra ocasión mis anfitriones eran un matrimonio de avanzada edad que vivía solo en una muy humilde choza cuyas puertas no cerraban bien. Después de preparar la cena habían venido a Misa. Terminada esta, la monja que venía conmigo y yo llegamos con ellos a la casita y nos sentamos en el suelo. Al poco aparecieron los buenos anfitriones todos consternados. Un perro se había metido en la choza y tirado el puchero con la cena, a pesar de que lo habían cubierto con una tapadera y un ladrillo. Sin frigorífico ni despensa, no tenían nada más. ¡Estaban desolados! Intentamos consolarlos como pudimos y yo me encargué de que un carpintero les pusiera dos puertas nuevas. Pobre gente. Nos dieron todo lo que tenían. Como la viuda del Evangelio.

De vuelta a casa, me acordaba de cuando en mi familia hacíamos una trastada y como castigo nos enviaban a la cama sin cenar. Mi padre solía decir: «¡Y mañana más guapo!».