Homilía del cardenal Angelo Amato: «Fueron matados por odio a la fe, sólo por ser católicos» - Alfa y Omega

Homilía del cardenal Angelo Amato: «Fueron matados por odio a la fe, sólo por ser católicos»

En su homilía, de la que ofrecemos sus principales párrafos, el cardenal Amato recordó que, «en los años 30, vuestra noble nación fue envuelta en la niebla diabólica de una ideología, que anuló a millares de ciudadanos pacíficos», y señaló que los mártires «no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores». Con la beatificación, queda patente que el «perdón y la conversión son los dones que los mártires nos hacen a todos»

Redacción
Vista del prebisterio en Tarragona, durante la homilía del cardenal Amato.

La Iglesia española celebra hoy la beatificación de 522 hijos mártires, profetas desarmados de la caridad de Cristo. Es un extraordinario evento de gracia, que quita toda tristeza y llena de júbilo a la comunidad cristiana. Hoy recordamos con gratitud su sacrificio, que es la manifestación concreta de la civilización del amor predicada por Jesús. Los mártires no se han avergonzado del Evangelio, sino que han permanecido fieles a Cristo, que dice: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Quien quiera salvar la propia vida, la perderá, pero quien pierda la propia vida por mí, la salvará».

España es una tierra bendecida por la sangre de los mártires. Si nos limitamos a los testigos heroicos de la fe, víctimas de la persecución religiosa de los años 30 del siglo pasado, la Iglesia, en 14 ceremonias, ha beatificado más de mil. Hoy, aquí en Tarragona, el Papa Francisco beatifica 522 mártires, que «vertieron su sangre para dar testimonio del Señor Jesús». Es la ceremonia de beatificación más grande que ha habido en tierra española. Son todos víctimas inocentes que soportaron cárceles, torturas, procesos injustos, humillaciones y suplicios indescriptibles. Es un ejército inmenso de bautizados que, con el vestido blanco de la caridad, siguieron a Cristo hasta el Calvario, para resucitar con Él en la gloria de la Jerusalén celestial.

No fueron caídos de la guerra

En el período oscuro de la hostilidad anticatólica de los años 30, vuestra noble nación fue envuelta en la niebla diabólica de una ideología, que anuló a millares de ciudadanos pacíficos, incendiando iglesias y símbolos religiosos, cerrando conventos y escuelas católicas, destruyendo parte de vuestro precioso patrimonio artístico. El Papa Pío XI, con la encíclica Dilectissima nobis, del 3 de junio de 1933, denunció enérgicamente esta libertina política antirreligiosa.

Los mártires no fueron caídos de la guerra civil, sino víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia. Estos hermanos y hermanas nuestros no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores. Eran hombres y mujeres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, sólo porque eran católicos, porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos, porque eran religiosas, porque creían en Dios, porque tenían a Jesús como único tesoro, más querido que la propia vida. No odiaban a nadie, amaban a todos, hacían el bien a todos. Su apostolado era la catequesis en las parroquias, la enseñanza en las escuelas, el cuidado de los enfermos, la caridad con los pobres, la asistencia a los ancianos y a los marginados. A la atrocidad de los perseguidores, no respondieron con la rebelión o con las armas, sino con la mansedumbre de los fuertes.

La Iglesia no busca culpables

Ante la respuesta valiente y unánime de estos mártires, sobre todo de muchísimos sacerdotes y seminaristas, me he preguntado muchas veces: ¿cómo se explica su fuerza sobrehumana de preferir la muerte antes que renegar de la propia fe en Dios? Además de la eficacia de la gracia divina, la respuesta hay que buscarla en una buena preparación al sacerdocio. En los años previos a la persecución, en los seminarios y en las casas de formación, los jóvenes eran informados claramente sobre el peligro mortal en el que se encontraban. Eran preparados espiritualmente para afrontar incluso la muerte por su vocación. Era una verdadera pedagogía martirial, que hizo a los jóvenes fuertes e incluso gozosos en su testimonio supremo.

¿Por qué la Iglesia beatifica a estos mártires? La respuesta es sencilla: la Iglesia no quiere olvidar a estos sus hijos valientes. La Iglesia los honra con culto público, para que su intercesión obtenga del Señor una lluvia beneficiosa de gracias espirituales y temporales en toda España. La Iglesia, casa del perdón, no busca culpables. Quiere glorificar a estos testigos heroicos del Evangelio de la caridad, porque merecen admiración e imitación.

Una invitación a perdonar

La celebración de hoy grita al mundo que la Humanidad necesita paz, fraternidad, concordia. Nada puede justificar la guerra, el odio fratricida, la muerte del prójimo. Con su caridad, los mártires se opusieron al furor del mal, como un potente muro se opone a la violencia monstruosa de un tsunami. Con su mansedumbre, los mártires desactivaron las armas de los tiranos y de los verdugos, venciendo al mal con el bien. Ellos son los profetas siempre actuales de la paz en la tierra.

¿Qué mensaje nos ofrecen los mártires antiguos y modernos? Nos dejan un doble mensaje. Ante todo, nos invitan a perdonar. El Papa Francisco, recientemente, nos ha recordado que «el gozo de Dios es perdonar. ¡Aquí está todo el Evangelio, todo el cristianismo. No es sentimiento, no es buenismo! Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo del cáncer que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor colma los vacíos, la vorágine negativa que el mal abre en el corazón y en la Historia. Sólo el amor puede hacer esto, ¡y éste es el gozo de Dios! Estamos llamados al gozo del perdón, a eliminar de la mente y del corazón la tristeza del rencor y del odio. Jesús decía: «Sed misericordiosos, como es misericordioso vuestro Padre celestial».

El cardenal Amato inciensa la arqueta con reliquias de los mártires, durante la ceremonia de beatificación.

Conviene hacer un examen concreto sobre nuestra voluntad de perdón. El Papa Francisco sugiere: «Cada uno piense en una persona con la que no esté bien, con la que se haya enfadado, a la que no quiera. Pensemos en esa persona y en silencio, en este momento, recemos por esta persona y seamos misericordiosos con esta persona».

No temer la conversión

De aquí surge un segundo mensaje: el de la conversión del corazón a la bondad y a la misericordia. Todos estamos invitados a convertirnos al bien, no sólo quien se declara cristiano, sino también quien no lo es. La Iglesia invita a los perseguidores a no temer la conversión, a no tener miedo del bien, a rechazar el mal. El Señor es Padre bueno que perdona y acoge con los brazos abiertos a sus hijos alejados por los caminos del mal y del pecado. Todos –buenos y malos– necesitamos la conversión. Todos estamos llamados a convertirnos a la paz, a la fraternidad, al respeto de la libertad del otro, a la serenidad en las relaciones humanas. Así han actuado nuestros mártires, así han obrado los santos, que –como dice el Papa– siguen «el camino de la conversión, el camino de la humildad, del amor, del corazón, el camino de la belleza».

Es un mensaje que concierne a los jóvenes, llamados a vivir con fidelidad y gozo la vida cristiana. Hay que ir contra corriente: «Ir contra corriente hace bien al corazón, pero es necesario el coraje. ¡Y Jesús nos da este coraje! No hay dificultades, tribulaciones, incomprensiones que den miedo si permanecemos unidos a Dios como los sarmientos están unidos a la vid, si no perdemos la amistad con Él, si le damos cada vez más espacio en nuestra vida. Esto sucede, sobre todo, si nos sentimos pobres, débiles, pecadores, porque Dios da fuerza a nuestra debilidad, riqueza a nuestra pobreza, conversión y perdón a nuestro pecado».

Si les faltó misericordia…

Así se comportaron los mártires, jóvenes y ancianos. Sí, también jóvenes, como los seminaristas de Tarragona y Jaén, y el laico de 21 años de la diócesis de Jaén. No han tenido miedo de la muerte, porque su mirada estaba proyectada hacia el cielo, hacia el gozo de la eternidad sin fin en la caridad de Dios. Si les faltó la misericordia de los hombres, estuvo presente y sobreabundante la misericordia de Dios.

Perdón y conversión son los dones que los mártires nos hacen a todos. El perdón lleva la paz a los corazones, la conversión crea fraternidad con los demás. Nuestros mártires, mensajeros de la vida y no de la muerte, sean nuestros intercesores por una existencia de paz y fraternidad.