Hombre y mujer - Alfa y Omega

Hombre y mujer

Alfa y Omega
Dios llama a Adán y Eva después del pecado. Capilla Palatina, Palermo (Italia).

«¿Qué significa esta casilla de la i?», preguntó a la recepcionista, todo ingenuo, al llegar a la indicación del sexo, el señor que rellenaba la hoja de admisión para ingresar en el hospital. «Las casillas de la v y la m se entienden bien: varón ó mujer, pero ¿y ésta tercera de la i?». –«Será infantil», respondió, más ingenua aún, la recepcionista. «¡No puede ser!, ¿cómo va a ser infantil?». Tras preguntar a quienes estaban mejor informados, ese tercer supuesto sexo quedó aclarado: «¡Indeterminado!».

La anécdota sucedió hace ya casi diez años. Ya entonces se quería abrir la posibilidad de que aquel que quisiera podía determinar su sexo a capricho. Hoy, según la ideología de género dominante, nada tendría de extraño encontrar hojas de admisión a rellenar con, al menos, seis o siete casillas para indicar el sexo. Y no se trata de ninguna broma. Con toda seriedad lo describe así el documento de la Conferencia Episcopal Española La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar, presentado el pasado mes de julio: «Se puede decir que el núcleo central de esta ideología es el dogma pseudocientífico según el cual el ser humano nace sexualmente neutro. Hay –sostienen– una absoluta separación entre sexo y género. El género no tendría ninguna base biológica: sería una mera construcción cultural. Desde esta perspectiva, la identidad sexual y los roles que las personas de uno y otro sexo desempeñan en la sociedad son productos culturales, sin base alguna en la naturaleza. Cada uno puede optar en cada una de las situaciones de su vida por el género que desee, independientemente de su corporeidad. En consecuencia, hombre y masculino podrían designar tanto un cuerpo masculino como femenino; y mujer y femenino podrían señalar tanto un cuerpo femenino como masculino. Entre otros géneros, se distinguen: el masculino, el femenino, el homosexual masculino, el homosexual femenino, el bisexual, el transexual, etc.».

El sexo, de este modo, queda convertido en «un objeto de consumo. Y si no cuenta con un valor personal –siguen diciendo los obispos españoles–, si la dimensión sexual del ser humano carece de una significación personal, nada impide caer en la valoración superficial de las conductas a partir de la mera utilidad o la simple satisfacción. Así se termina en el permisivismo más radical y, en última instancia, en el nihilismo más absoluto. No es difícil constatar las nocivas consecuencias de este vaciamiento de significado: una cultura que no genera vida y que vive la tendencia cada vez más acentuada de convertirse en una cultura de muerte».

A quien, con toda justicia y amor verdadero al hombre, alza su voz para denunciar tales aberraciones, le margina la pseudocultura dominante, y trata de silenciarlo. Pero no es posible callar. Está en juego la esencia misma de la vida humana. Si habla la Iglesia, no es por interés particular alguno, como dijo con toda claridad, hace ya dos décadas, el Papa Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis splendor, de 1993: «La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero». Hoy, no puede ser más apremiante llevar a cabo este servicio, y Benedicto XVI lo ha hecho con su habitual sabiduría, profunda y sencilla al mismo tiempo. En su discurso a la Curia romana, el pasado 21 de diciembre, no dudó en afirmar claramente que «la falacia profunda de la teoría de género y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente: el hombre niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear». ¿Cabe mayor falacia? «El haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado». Pues bien, «precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna. Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: Hombre y mujer los creó. No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto. Hombre y mujer como realidad de la creación, como naturaleza de la persona humana, ya no existen. El hombre niega su propia naturaleza». No puede decirse más claro. Y a continuación el Papa deja en evidencia hasta qué grado de irracionalidad llega la falacia de la ideología de género: «La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo».

¡Qué razón tenía Chesterton al sentenciar que, «cuando se ha dejado de creer en Dios, ya se puede creer en cualquier cosa»! Sin Dios, en efecto, el hombre se pierde. «Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo –concluye Benedicto XVI–, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la esencia de su ser. Cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre». De modo que ya no habría hombre, ni mujer, y, consecuentemente, tampoco habría familia, ni habría sociedad. Lo que está en juego en el hecho de reconocer o no que Dios, en verdad, nos creó hombre y mujer, no es cualquier cosa, desde luego.