Hombre de oración y escucha
Era arzobispo de Buenos Aires el cardenal Jorge Mario Bergoglio cuando, en el otoño de 2005, fue llamado a testimoniar en la fase diocesana del proceso de canonización de Karol Wojtyla, sobre la base de su conocimiento directo de Juan Pablo II. Éstos son algunos de sus recuerdos, recogidos por Stefania Falasca en el diario de la Conferencia Episcopal Italiana, Avvenire:
Declaro, por conocimiento directo y, por tanto, relataré cuál fue mi experiencia personal del Siervo de Dios Juan Pablo II.
Conocí personalmente a Juan Pablo II en diciembre del año en el que el cardenal Martini fue nombrado arzobispo de Milán; lo digo porque no recuerdo exactamente el año. En aquella circunstancia recé el Rosario que llevaba el Siervo de Dios y tuve la neta impresión de que rezaba en serio. Un segundo encuentro directo con el Papa lo tuve en 1986-87, con ocasión del segundo viaje que él hizo a Argentina; el nuncio quiso que lo encontrase en la Nunciatura con un grupo de cristianos de diversas confesiones. Mantuve un breve coloquio con el Santo Padre y me impresionó particularmente esta vez su mirada, que era la de un hombre bueno.
Mi tercer encuentro con Juan Pablo II fue en 1994, cuando yo ya era obispo auxiliar de Buenos Aires y fui elegido por la Conferencia Episcopal de Argentina para participar en el Sínodo de los Obispos sobre la vida consagrada que se celebró en Roma. Tuve la alegría de comer con él junto a otros obispos. Me agradó mucho su afabilidad, cordialidad y capacidad de escuchar a cada comensal. También en los dos Sínodos sucesivos, en los que participé, tuve ocasión de apreciar de nuevo su gran capacidad de escucha. En los coloquios personales que mantuve a lo largo del tiempo con el Siervo de Dios, tuve confirmación de su deseo de escuchar al interlocutor sin plantear preguntas, a no ser de vez en cuando al final, y sobre todo demostraba claramente que no tenía prejuicio alguno. Hacía sentir a quien tenían enfrente completamente a gusto, dándole plena confianza; al menos esto era lo que sentía el interlocutor. Se tenía la impresión de que, incluso cuando quizás no estuviera del todo de acuerdo con lo que se le decía, el Siervo de Dios no lo daba a entender en absoluto, justamente para hacer sentir a gusto a su interlocutor. Luego, si tenía que hacer alguna observación o preguntas para esclarecer algo, lo hacía al final.
Otro aspecto que siempre me ha impresionado del Santo Padre era su memoria, y yo diría que casi ilimitada, porque recordaba lugares, personas, situaciones que había conocido durante sus viajes, señal de que prestaba la máxima atención en todo momento, y particularmente a cada persona con la que se encontraba. Ésta es para mí una señal de verdadera y grande caridad. Además, habitualmente, no perdía el tiempo, pero lo dedicaba abundantemente, por ejemplo, cuando recibía a los obispos. Puedo decirlo porque, siendo arzobispo de Buenos Aires, mantuve encuentros privados con el Siervo de Dios, y al ser yo un poco tímido y reservado, por lo menos en una circunstancia, tras haberle hablado de las cosas que eran objeto de aquella audiencia, hice el ademán de levantarme para no hacerle perder tiempo, pero me cogió por un brazo, me invitó a sentarme de nuevo y me dijo: No, no, no, siga.
La oración de un Papa santo
Tengo un particular recuerdo del Siervo de Dios con ocasión de la visita ad limina que hice con los arzobispos argentinos en 2002: un día concelebrábamos con el Santo Padre y me sorprendió su preparación para la celebración; estaba de rodillas en su capilla privada en actitud de oración y vi que, de tanto en tanto, leía algo en un papel que tenía, apoyaba la frente en las manos y era evidente que rezaba con mucha intensidad. Puedo referir también, para confirmar lo que acabo de decir, lo que me ha dicho el cardenal Re, prefecto de la Congregación para los Obispos, que, cuando le presentaba la lista de propuestas de obispos para diócesis en dificultad o particularmente comprometidas, el Siervo de Dios, antes de firmar los nombramientos, pedía que se le dejara la lista para reflexionar y rezar, y luego daba la respuesta oportuna.
Por lo que se refiere a la vida del Siervo de Dios, nada tengo que añadir a lo que ha sido publicado en la prensa y en las biografías. En cuanto al último período de su vida, es sabido por todos, también porque no ha sido puesta limitación alguna a los medios de comunicación social, que supo aceptar las propias enfermedades y sublimarlas injertándolas en su decisión de acatar la voluntad de Dios. Quiero subrayar que Juan Pablo II nos ha enseñado, sin esconder nada a los demás, a sufrir y a morir, y esto, a mi parecer, es heroico… No hay que olvidar su particular devoción a la Virgen, que tengo que decir que ha influido también en mi piedad. Finalmente, no dudo en afirmar que Juan Pablo II, a mi juicio, ha ejercitado todas las virtudes de manera heroica, dada la constancia, el equilibrio y la serenidad con la que vivió toda su existencia. Y esto ha sido patente a los ojos de todos, también de los no católicos, de los que profesan otras religiones y de los agnósticos. No estoy al corriente de particulares dones carismáticos, de hechos sobrenaturales o fenómenos extraordinarios en el Siervo de Dios mientras vivía; mientras vivió, yo siempre lo consideré un hombre de Dios y así fue también para la mayor parte de las personas que de alguna manera entraron en contacto con él. Su muerte, como ya he dicho, fue heroica, y creo que se puede decir que esta convicción es universal; basta pensar en las manifestaciones de afecto y de veneración de los fieles durante los novendiales y en su funeral. Tras su muerte, su fama de santidad ha sido confirmada por la decisión del Santo Padre Benedicto XVI de eliminar la espera de cinco años prescrita por las normas canónicas y permitir la apertura inmediata de su Causa de canonización. Otro signo es el continuo peregrinar a su tumba de gente de toda raza, religión y condición.
Cardenal Jorge Mario Bergoglio