Hombre de Iglesia - Alfa y Omega

Una mezcla de contagio ambiental, banalidad y escasa información, hace que ahora mismo los eclesiásticos no gocen de una extraordinaria imagen pública. Justo es reconocer también, con dolor, que hay un puñado de ellos que han contribuido a esa imagen con sus comportamientos nada edificantes. La sospecha se agrava, casi por defecto, si se trata de miembros de la Curia Romana, que una cierta leyenda ha transformado, con notable éxito, en el espejo de una cueva de bandidos. No hace falta que me extienda sobre lo estúpido y grotesco de estas imágenes, pero están ahí, y una vez más hay que recordar aquello de que hace más ruido un árbol podrido al caer que todo un bosque creciendo.

Todo esto viene al hilo de la despedida del cardenal Jean Louis Tauran, fallecido el pasado seis de julio en Estados Unidos mientras recibía tratamiento para su enfermedad de Párkinson, que le ha probado duramente en los últimos años. Tauran es uno de esos curiales clásicos de los que el Papa Francisco, fustigador incansable de la mundanidad eclesiástica, habla siempre con admiración y reconocimiento. Me atrevo a decir que representa bien esa santidad que tampoco en los pasillos de la Curia deja de florecer, como recuerda también el Papa frente a las diarreas tipo Dan Brown.

Seguramente nadie hará una película sobre este sacerdote francés formado en la diplomacia vaticana, ascético y poco extrovertido, hombre de fe y de análisis (que no son cosas necesariamente contradictorias) por cuyas manos han pasado los dossiers más complicados de la Santa Sede en los últimos treinta años. Ha servido con fidelidad y competencia a tres pontífices, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, y siempre mostró el mismo espíritu de comunión y obediencia. Comenzó su tarea como responsable de las relaciones con los Estados en época del papa Wojtyla y, si la enfermedad no se hubiese agarrado de tal forma a su cuerpo, probablemente habría sido llamado al puesto más elevado de la Secretaría de Estado.

Sin embargo le correspondió cuidar uno de los flancos más estratégicos de los últimos pontificados, el diálogo interreligioso, con especial atención a las siempre complejas y decisivas relaciones con el Islam. Tauran se dedicó a esta tarea con toda el alma, que es tanto como decir con toda su inteligencia (afilada y documentada como pocas), con toda su delicadeza (que siempre fue mucho más que mera politesse) y su capacidad de abrazo, tan grande como profunda era su fe en Cristo, que le permitía permanecer sereno frente a cualquier circunstancia, sabedor de quién es el único Señor de la historia. Con su cuerpo ya tremendamente inclinado y retorcido por el Párkinson, no quiso ahorrarse, pocos meses antes de morir, una exigente y delicada misión en Riad, donde mantuvo encuentros muy fructíferos con sus autoridades y profundizó en los grandes temas abiertos en el diálogo islamo-cristiano: la incompatibilidad entre religión y violencia, la libertad religiosa y la educación para la convivencia.

El trato habitual con los grandes líderes políticos y religiosos del mundo no le volvió escéptico ni rígido, precisamente porque su fe en Cristo le permitía sacar lo mejor de cada uno y tener una mirada comprensiva para cada circunstancia y cada trayectoria. Al recordar su figura, que he podido seguir asiduamente durante tantos años de trabajo, me surge de forma natural la gratitud, y se me hace claro que la Iglesia, herida por tantos pecados de los suyos y acosada por sus enemigos, se mantiene en pie gracias a esta santidad de la puerta de al lado (Francisco dixit), que es también la puerta de los despachos de la curia, de las academias y los ateneos. Y como Tauran no ha sido un meteorito, sino que también es hijo de una historia de fe que lo ha generado desde la cuna hasta su reciente sepultura, me tranquiliza comprobar que hay un río profundo que no se seca en la Iglesia, aunque tantas veces prefiramos el lodazal a sus aguas siempre frescas. Por eso no podemos despedirle con mejor apelativo que este: fue por encima de todo «hombre de Iglesia», como diría el gran Orígenes. Descanse en paz el cardenal Jean Louis, en la paz del Señor a quien siempre amó y confesó sin medias tintas ante el mundo.