Hay historias que cuando las oyes sientes como si te taladrasen el alma. En el Processing Deportation Center, esas historias son el pan nuestro de cada día y uno solo puede escucharlas. Ellos me dicen que es suficiente, pero a mí se me hace poco.
—¿Cómo estás, padrecito?
—Bien, ¿y tú?
Juan rompe a llorar.
—No sé ni por qué vine a charlar contigo, supongo que necesitaba contar mi vida para liberarme de mis demonios. Me ha llamado mi suegra y me envió el recorte de un periódico de Ciudad Juárez. Asesinaron a mi mujer y a cuatro personas más acribillándolas en una pared. Es normal que termine así. Los dos nos enganchamos a la cocaína. Y por conseguir la droga se mata y se muere, padrecito.
Yo no se qué decir, no me salen las palabras.
—He asaltado poniendo un cuchillo en el cuello, he robado, me he ofrecido sexualmente a hombres…, pero lo que más me duele es que he apedreado a mi madre por negarse a darme dinero. La droga me volvió loco. Un día tocaron a mi puerta. Era la Policía. Cuando me esposaron di gracias a Dios por frenarme. Me trajeron al Processing y ahora me siento libre. No fueron fáciles los primeros días, pero poquito a poco he dejado de ser esclavo y me siento libre, aunque le parezca mentira. Me duele el daño que he ocasionado. Antes no me dolía. Me duelen mis hijos y quiero recuperarlos. Mientras muchos compañeros están inquietos y sienten una profunda frustración y tristeza, yo me siento en paz y feliz. Incluso leo la Biblia y me atrevo a pedirle a Dios perdón. No me importa si en México o en USA, pero he decidido comenzar a vivir.
Le he pedido permiso para contar su historia usando un nombre ficticio. Me ha dicho que, si le puede servir a alguien, está de acuerdo. Insiste en que rece por él y le he dado mi palabra de que lo voy a hacer. También le pido yo a él una oración por mí.
Me da un abrazo fuerte y se seca las lágrimas con la manga del uniforme naranja. Me asegura que le tratan bien y que, después del infierno vivido, este lugar es su Paraíso particular. Le pregunto si puedo hacer algo más. «¿Puede bendecirme?» Le doy la absolución. «El Dios en quien yo creo es misericordioso y no lleva cuentas del mal», le digo.
Se agota nuestro tiempo. Debo dejar libre la sala para que otros detenidos puedan entrevistarse con familiares o abogados. Me pregunto si yo sería capaz de encontrar la libertad entre rejas. Mientras conduzco viene a mi memoria un pensamiento de Nelson Mandela: «Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que, si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero». Es lo que más deseo para Juan.