Hay prejuicios que matan - Alfa y Omega

Cuando alguien lo etiqueta, lo está matando y no exagero. El prejuicio debe usarse con delicadeza, ya que lo traemos  muy afilado de fábrica; tanto que puede liquidar a cualquiera de un topicazo en el alma entre chascarrillos y murmuraciones. Como casi nadie piensa porque casi nadie enseña esta singularidad,  la mayoría eleva sus tópicos a verdad inamovible y absoluta. Así que, bienvenido a la muerte social.

Si la víctima es usted, créame, lo han rebajado de ser humano a ser despreciable, o a ser comestible como un cerdo en Segovia. Usted se sentirá minusvalorado e injustamente tratado; no importa. Su inquisidor o cocinero de guardia no tiene tiempo para mirarlo en condiciones, y ya están listas la sentencia y la mesa. También puede ser usted el inquisidor —no se haga el santo— y sentirse la medida y el ombligo de todas las galaxias ignotas. Si es así de espléndido y de atinado en sus prejuicios, también es un peligro social. Porque reduce la humanidad de sus víctimas a sus gustos, sus manías, sus intereses, a sus filias y a sus fobias, querido lector de mi alma. Y así nos va: juzgando solo por la superficie de la piel y las querencias políticas de familia.

Los conservadores tildan de rojo al contrario. Los que se suben a la nueva ola de conservadurismo por interés, también. Los progresistas igual, pero al revés. Y si es cristiano, qué decir de los 2.000 años de prejuicios cristianos entre unos y otros. Y si no lo es, da igual; será crucificado o asaeteado cual san Sebastián semidesnudo, enseñando la cadera. De este modo, medio mundo mata al otro por una previa impresión que no cambiará aunque los hechos contradigan y demuestren que usted o yo no somos cerdos ni productos ni animales a los que amaestrar con arengas o doctrinas.

Jesús ya advierte de que «no cambiarían de opinión aunque vieran resucitar a un muerto», refiriéndose a quien no somete sus prejuicios y su ombligo galáctico a la realidad que tienen ante sí. Pero hay que ser humilde para reconocer las carencias cognitivas y la posibilidad de ser un ignorante peligroso. En fin. Quien lo prejuzgue —querido lector— perderá la posibilidad de ver en usted un rostro de Dios y usted, a cambio, se ahorrará el desagradable trance de tratar con un imbécil egocéntrico del montón. Si no me hace caso a mí, hágaselo a Saulo, que, humildemente, cambió de bando porque «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer. Porque todos sois uno en Cristo Jesús». Todos, todos. Sin excepción.