Mi hermana es arquitecto, y dice que hay que pasear por las calles y por la vida mirando hacia arriba para ver. La verdad es que, cuando paso por delante de ese edificio de Madrid, siempre levanto los ojos hacia el segundo piso: San Bernardo 114, segunda planta. Sede de la Fundación Iuve. Hay luz.
Yo trabajé allí. Y para nosotros, que descubríamos juntos la vida, aquella ventana encendida de madrugada significaba mucho. Significaba que había algo lo suficientemente excitante como para ni contar las horas que dormíamos. Algo en lo que otros nos habían precedido y que no borrarían ni el olvido, ni los años, ni la muerte. Algo misterioso que no se agotaba ni se dejaba dominar; algo más grande que uno mismo por lo que merecía la pena vivir, que daba sentido a todo e iluminaba lo incomprensible.
En Iuve hablábamos de la verdad, del sentido, del hombre, del sufrimiento, de disfrutar, de cambiar el mundo; pero, sobre todo, sentíamos que rozábamos con las manos de nuestro corazón algo grande e importante de nuestra vida. Nos sentíamos descubiertos, protagonistas. Nos sentíamos queridos. Sentíamos que nuestra vida merecía la pena. Y trabajábamos todos juntos para contagiárselo a más.
Toda la vida seremos lo que seamos capaces de ser desde jóvenes, decía don Gregorio Marañón. En Iuve nos encanta esa frase, y por eso organizamos un congreso de tres días llamado WakeUp, desde hace ocho años, y actividades parecidas con otros nombres, desde hace un cuarto de siglo: para proporcionarles a los jóvenes una experiencia desde la que emprenderán un camino, o a la que volverán un día quizás lejano. No importa: marcará su vida, y será el recuerdo de una hipótesis o experiencia de sentido cuando les falte.
Ainhoa Fernández del Rincón, por ejemplo. «No sé por qué» (silencio largo) «un día decidí que quería ser parte de la solución, y no parte de los que no quieren ver», les contó a los jóvenes preuniversitarios en WakeUp. Cuando cumplió 16 años, comenzó a ser voluntaria en Iuve. Después se profesionalizó y se hizo cooperante. En julio, fue liberada junto a otros compañeros de un secuestro que duró 9 meses. Camina con bastón, está flaquita, pero entre ese cuerpo minúsculo y breve se abre paso una mirada de fuerza abrasadora capaz de sostener el mundo. No te atreves a abrazarla, y no sabes si por no hacerle daño o por miedo de abrasarte.
«¿Volverías?», le preguntan.
«Volver… Estoy en fase de recuperación…, no lo he pensado…, pero me temo que sí. Bueno: se lo teme mi madre… Es una vocación», dijo.
San Bernardo 114, segunda planta. Hasta cuando Dios quiera, será un Sí para los jóvenes que buscan sentido y no tienen miedo de encontrarse y discutir con un amor de Dios, aunque no lo conozcan y lo llamen de otra forma.
Bienvenidos a un Patio de gentiles llamado Iuve. Hay calor. Hay nosotros. Hay tú. Hay luz.