Jubilarse no es desaparecer. Sí, quizá, un poco de la vida pública como tal, con Eucaristías presididas a diario, presentaciones de actos sin parar o entrevistas de medios por doquier. Se jubila uno del cargo, pero no se jubila de la presencia. El cardenal Carlos Osoro, arzobispo emérito de la archidiócesis de Madrid y hasta el 8 de julio su administrador apostólico, seguirá siendo padre, pastor y vecino. Enamorado de Dios y, por tanto de sus queridos hijos, se ha saltado reuniones importantes por acudir a la cárcel de Soto del Real, a acompañar a sus presos, unos de sus favoritos. Ha comido bocatas en medio del frío invierno en la plaza de la Almudena para escuchar los anhelos de los jóvenes una vez al mes. Se ha remangado la sotana en las periferias físicas y existenciales de Madrid, como es la Cañada Real y ha visitado recurrentemente la casa donde uno de sus sacerdotes acoge a migrantes. «Nunca pensé que un obispo sería mi amigo», cuenta Sadio, guineano, en estas páginas. Musulmán practicante, fue para él un choque que un prelado se acercase a su casa, le abrazase, le preguntara qué tal estaba.
Predicador entregado, cuenta el cardenal Omella, presidente de los obispos españoles, que un joven de su diócesis llamó a la puerta del seminario barcelonés tras escuchar un sermón del obispo cántabro en la catedral de la capital, donde entró sin esperar mucho a cambio. Otro muchacho en un momento difícil de su vida le abordó en la colegiata de San Isidro y fue el comienzo de no pocas visitas que fueron forjando amistad y un camino menos serpenteante.
Carlos Osoro se jubila, pero seguirá viviendo en Madrid, aunque su hermano le requiera en el norte para pasar tiempo con su familia. Quiere rezar, leer. Y acompañar, porque ser pastor va unido a su ADN. Ahora toca a los madrileños, y a tantos por cuyas diócesis peregrinó, devolver esa entrega y no dejar solo a un padre que se sentó en el borde de su cama cuando tuvieron fiebre.