Hacia Jerusalén
XIII Domingo del tiempo ordinario
El Evangelio de Lucas presenta la vida pública de Jesús como un gran camino desde Galilea, su tierra natal, hasta Jerusalén, lugar de su muerte y Resurrección. El texto evangélico proclamado constata el momento en el que Jesús toma la decisión de dejar las periferias galileas y ascender a la capital de Judea: Jerusalén. No es un simple desplazamiento físico. Jesús sabe lo que va a ocurrir allí y se dispone a cumplir su misión hasta el final. Por eso, aprovecha esta recta final para instruir más insistentemente a sus discípulos. Durante este camino aumenta el desencuentro y la tensa oposición entre Jesús y las autoridades judías hasta terminar en su prendimiento y muerte.
Para ir de Galilea a Jerusalén, la ruta más corta atravesaba Samaria; y evitaba la fatigosa alternativa, bien bordeando el mar Mediterráneo o bordeando el río Jordán. Esta travesía era siempre una fuente de problemas por la enemistad entre judíos y samaritanos. Los samaritanos afirmaban que eran ellos los que habían conservado el verdadero culto, mientras el pueblo judío fue llevado cautivo al exilio por los asirios; y su centro religioso era el monte Garizim. Los judíos acusaban a los samaritanos de haber contaminado la pureza de la raza y del culto por los matrimonios consentidos con los pueblos paganos circundantes; y mantenían que el verdadero centro religioso era el templo de Jerusalén.
No lo recibieron
Dice el texto que, al llegar a Samaria, Jesús envió mensajeros delante de él. No están claras las intenciones de Jesús en el texto. Para algunos, se trata simplemente de preparar el alojamiento; para otros, pudo ser la primera predicación a los samaritanos. Lo que es claro es que su intención no pudo realizarse y que no fueron acogidos en aquella aldea samaritana a la que llegaron. ¿Por qué? Porque Jesús era judío e iba al templo rival de Jerusalén, y no a su templo del monte Garizim. Esta negativa exaspera a los discípulos, especialmente a los hermanos Santiago y Juan, calificados como Boanerges. Probablemente habrían caminado toda la jornada y, cuando esperaban encontrar descanso, tienen que continuar el camino hasta otra aldea.
En un arranque de cólera, los dos hermanos recuerdan lo que hizo el profeta Elías con los samaritanos (2 Re 1,10) y proponen a Jesús que mande fuego sobre ellos como castigo a tan desagradable conducta. Con razón los denominan en el Evangelio Boanerges, que en arameo quiere decir hijos del trueno. Una expresión que refleja su reacción temperamental; y, tal vez, el sentimiento oculto de los demás discípulos. Santiago y Juan no aceptan el rechazo de los samaritanos, no están acostumbrados a la derrota y recurren al fuego como venganza. Pero Jesús no acepta esta propuesta. Más aún, aprovecha la ocasión para continuar instruyendo a sus discípulos sobre las condiciones de su seguimiento.
Jesús, como buen Maestro, «los regañó», porque no es la ira y la venganza el camino del Reino de Dios, sino el amor y la misericordia. Los discípulos han visto en Jesús no solo las palabras, sino también la actitud ante el rechazo de los samaritanos. Y los prepara de este modo para saber reaccionar ante la incomprensión y las contrariedades: Ante el rechazo, nada de violencia agresiva ni juicio condenatorio; simplemente manifestad vuestra disconformidad sacudiendo el polvo de vuestras sandalias.
Hacia otra aldea
Prosigue el texto indicando que continuaron hacia otra aldea. Jesús fracasa en su primera misión en Samaria; sin embargo, continúa la misión con sus discípulos y aprovecha esta circunstancia para continuar la formación de sus seguidores. Es entonces cuando Lucas continúa las instrucciones sobre su seguimiento. Ante tal propuesta («Sígueme»), no valen excusas ni peros, por muy justificados que sean a la lógica humana: «déjame primero…», «Te seguiré, pero…». El Señor quiere absoluta libertad y disponibilidad, total expropiación («El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza…»; «deja a los muertos»), sin buscar honores ni intereses; y preparados para la contrariedad y rechazo. En esto consiste la radicalidad del discipulado de Jesús para la gran tarea de anunciar el Reino de Dios entre los hombres: «Tú vete a anunciar el Reino de Dios».
Jesús va preparando a sus discípulos para asumir su partida. No es fácil la misión que los encomienda. Conocen al Señor desde hace tiempo. Han escuchado sus enseñanzas. Han visto sus milagros. Han experimentado también la contrariedad y el rechazo. Es ahora cuando conscientemente tienen que aceptar o rechazar a Jesús.
Cuando leo estos textos evangélicos, recuerdo siempre aquellas hermosas palabras de san Ignacio de Loyola, que son una síntesis de las disposiciones requeridas por el Señor a todo discípulo suyo: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta».
Cuando se completaron los días en que iba de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?». Él se volvió y les regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea.
Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le respondió: «Las zorras tienen madrigueras, y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». A otro le dijo: «Sígueme». Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás vale para el reino de Dios».