La conozco desde que tengo uso de razón. Es una enorme casa, rodeada de jardines y situada en el barrio donde pasé mi infancia y ahora vuelvo a vivir. En el muro que flanquea la entrada, unas letras metálicas ponen: Madre I. Larrañaga. Hace tan sólo unos días, descubrí que se trataba de una casa de una Congregación religiosa, dedicada a la acogida de niños huérfanos, o cuyos padres no pueden hacerse cargo de ellos temporalmente.
A partir del momento en el que supe lo que había en aquella casa, he ido teniendo encuentros fortuitos con algunos de sus habitantes. La última vez fue durante tan sólo unos segundos, pero a mí me dio mucho que pensar. Yo corría a coger el autobús, y me crucé con una religiosa que venía con tres niñas pequeñas, de unos 7 u 8 años. Al pasar a mi lado, escuché que la mujer les iba diciendo: «No se puede pegar, eso tenéis que tenerlo claro, no se puede pegar a nadie». Iba leyéndoles la cartilla, mientras se acercaban a su casa a paso tranquilo.
Ya sentada en el autobús, pensé en la tarea de educación que realizan estas mujeres. La religiosa, por cierto, tenía casi la edad para ser bisabuela. Se notaba en sus rasgos y en sus canas, aunque no en sus andares y su señorío. ¿Cómo pagar la labor diaria y sin horarios, de tutela de estos niños? No creo que haya dinero en el mundo que le haga justicia a toda una vida de entrega.
Pasó la tarde y, de vuelta a casa, tuve que coger el autobús de nuevo. A los cinco minutos de trayecto, una manifestación frente a la sede del partido en el gobierno había tomado la calle entera y la circulación estaba retenida. En mi ingenuidad, pregunté al conductor por qué no podía la policía procurarnos un carril al menos por el que circular. El conductor se rió en mi cara: «Intenta pasar y verás qué sucede». Me callé; nunca entenderé por qué el derecho de manifestación acaba prevaleciendo sobre los derechos del resto del mundo.
Al poco, escuché la conversación que mantenían algunas personas en el interior del autobús. «A partir de ahora, esto va a ser así todos los días», decía alguien. «Vamos a acabar peor que Grecia», replicaba otro. «Lo que tenían que hacer era empezar por la Iglesia, ahí sí que iban a conseguir dinero», contestaba otro más.
Aquel último comentario me transportó a la religiosa, a las niñas, a su sermón educativo. Lo mejor de todo es que la escena de la monja y las niñas no es más que una gota de agua, que parece perderse en el asfalto. Pero, en España (en el mundo entero, pero en concreto en nuestro país), llueve finamente a diario. Llueve desde todas y cada una de las instituciones, religiosos, sacerdotes, incontables voluntarios, que hacen una labor impagable, porque para pagar eso sí que no hay dinero en España. El comentario del autobús, todos lo hemos oído no una, sino muchas veces. Es hablar por hablar. Evidentemente, aquella persona no sabe lo que dice. No puede saberlo, porque, si lo supiera, se callaría la boca. Pero hablar por hablar, qué daño hace.