La impronta de la experiencia espiritual de don Giussani –de quien celebramos su centenario en estos días– es ya un patrimonio de todos los cristianos. Si alguno no se da por influido, quizá baste recordar las frases iniciales de la primera encíclica de Benedicto XVI, que son quizá las más repetidas por el Papa Francisco: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus Caritas est, 1). Este lenguaje del encuentro amoroso, frente al moralismo o el intelectualismo, es puro Evangelio, y es en buena medida una aportación del fundador de Comunión y Liberación. En mi caso, mi experiencia cristiana ha estado mediada más intensamente por otra figura carismática del siglo XX, san Josemaría (ambos solo aceptarían ser llamados carismáticos en estricto sentido teológico). Pero me ayuda mucho esta insistencia en el acontecimiento (avvenimento), que se resiste a reducir a fórmulas abstractas lo que es entrañablemente concreto: la historia del amor de Dios por cada uno.
Mi primer encuentro con don Giussani y Comunión y Liberación sucedió en la Facultad de Derecho de la Complutense, en la segunda mitad de los años 90. El ambiente estudiantil estaba políticamente agitado, con Pablo Iglesias como presidente de la asociación de estudiantes de izquierda, mientras otras asociaciones tenían vinculaciones con la violencia callejera.
Entre los amigos de entonces había algunos de la Asociación Atlántida. Estaban muy activos, con un perfil propio muy marcado, que les situaba en otro nivel fuera del conflicto político, pero sin eludirlo. Con ellos irrumpía el cristianismo de modo explícito en la selva de carteles y eventos de la facultad. Y lo hacía de un modo sugestivo. Recuerdo el lema de uno de los Happening que organizaron en aquellos años: La realidad es positiva, todo un sutil programa de redención del mundo desde dentro. Me intrigaba el lenguaje que usaban (encuentro, acontecimiento, método, hipótesis…) que tenía la capacidad de suscitar curiosidad por las certezas cristianas presentadas de modo no moralista ni dogmático. Me sentía muy cercano a las inquietudes por hacer del cristianismo cultura, y por hacerlo presente en la plaza pública. Y me gustaba eso de hacer un evento atractivo para cualquiera –muchos iban al Happening solo por la cerveza– donde se confiaba en la mochila de inquietudes que cada uno arrastraba. Con la esperanza de suscitar precisamente eso: que pasara algo liberador, sin pretender planificar el qué.
Después, mi comunión se ha hecho mayor, ante todo por la amistad y la colaboración en iniciativas con miembros del movimiento, pero también por la participación en algunos de sus eventos (como el Punt Barcelona), la lectura de algunas obras de don Giussani y la familiaridad con algunos de los autores más trabajados por los cielini, sobre todo Romano Guardini y Joseph Ratzinger.
Leer a Giussani o escucharle suscita la fuerte impresión de estar ante un hombre-puente, que hace presente a Otro, a fuerza de quitarse importancia y de atarse a lo esencial. Aunque hoy nos encanta alertar del peligro de la autorreferencialidad en las comunidades cristianas, solo un sectarismo miope y superficial podría impedir que su centenario sea una nueva ocasión de encuentro con el Señor de la historia, precisamente a través de las huellas dejadas por este santo sacerdote. Sobre todo a través de las personas e iniciativas animadas por el carisma del movimiento.
Giussani es un puente. Podemos decir que tiene un pie en el Alfa de la tradición cristiana, del saber antiguo, de la memoria de las certezas reveladas, y otro en la Omega del Cristo que viene hoy y siempre –desconcertándonos– «en cada persona, y en cada acontecimiento», como dice la liturgia. Un puente entre la sed de sentido del ser humano con las insatisfacciones específicas de nuestro tiempo, y la sed del Dios que nos sale al encuentro junto al pozo de Sicar.
Celebrar su centenario despierta una especie de deseo por que se hiciera presente de nuevo, o de que hubiera más Giussanis que nos iluminen y animen. Personas que sigan sus huellas. Mejor, que continúen sus huellas, poniendo un pie en el Alfa y otro en la Omega. Que encarnen un nuevo advenimiento. Esto no es una infantil búsqueda de seguridades: Giussani también atravesó sus «valles oscuros», como recordó Ratzinger en su funeral. Como escribió el mismo Ratzinger en otro lugar: «¿Podemos orar por la venida de Jesús? Sí, pedimos anticipaciones de su presencia renovadora del mundo. En momentos de tribulación personal le imploramos, le rogamos que se haga cercano a los que amamos o por los que estamos preocupados. Pidámosle que se haga presente con eficacia en su Iglesia. Y, ¿por qué no le pedimos también que nos dé hoy nuevos testigos de su presencia, en los que Él mismo se acerque a nosotros?».