A las puertas de la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia, sin duda la mirada tanto del Papa Francisco como de los jóvenes estará puesta en san Juan Pablo II, quien profetizó que «mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de la Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, o a las que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecían rechazar».
Tal vez esta afirmación pueda parecer, aún más hoy, demasiado optimista. Cada vez son más los jóvenes en España que ni siquiera han oído hablar de Cristo. Pero la Iglesia ve también como tantos otros, a veces casi sin haber hecho nada especial por atraerlos, vienen a beber de sus fuentes, a pesar de todas las contraindicaciones con las que la sociedad les aleja de ella.
San Juan Pablo II expresaba siempre con claridad y rotundidad en qué consiste esta química especial entre los jóvenes y la Iglesia. Les proponía un desafío irrenunciable: «Convertíos en comunicadores de esperanza en un mundo que a menudo sufre la tentación de la desesperación, comunicadores de fe en una sociedad que a veces parece resignarse a la incredulidad; y comunicadores de amor en medio de los acontecimientos diarios, con frecuencia marcados por la lógica del egoísmo más desenfrenado».
Los jóvenes de hoy no están tan marcados, como los del siglo XX, por las ideologías, aunque sigan siendo carne de cañón de viejas ideologías revestidas de nuevas, porque su falta de esperanza en un futuro personal y profesional los haga cada día más vulnerables. Pero no son ya los jóvenes utópicos del siglo pasado. Los jóvenes de esta generación buscan ansiosos, en cambio, topías: lugares, ámbitos, personas, ese hogar donde todos los ideales humanos pueden empezar a ser realidad; microtopías de verdadera paz, verdadera alegría, verdadera amistad, verdadera justicia, verdadero amor. Y paradójicamente es en la Iglesia donde encuentran los lugares donde la acogida, el acompañamiento, la solidaridad y la justicia social se realizan. Además, estos jóvenes no solo son los evangelizadores de los demás jóvenes, sino también de sus padres y maestros, y de todos aquellos que creían que su aburrida y caduca lucha por un puñado de éxito profesional, de dinero, de evasión, podría llenar las ilusionadas aspiraciones de las jóvenes generaciones posteriores.