Gaza. Los milagros cotidianos - Alfa y Omega

¡En Gaza también hay milagros! Solamente hay que abrir los ojos para verlos. ¡Los ojos del alma! Que, de hecho, son los más importantes.

En medio de tanta oscuridad de estos días de guerra, donde el humo de los bombardeos se suma al humo del incendio de numerosas casas, y donde la humedad del ambiente hace aún más sombrío todo, como si uno anduviera, literalmente, en «sombras de muerte», los ojos de la fe descubren que siempre, absolutamente siempre, en todo lugar, en cada circunstancia, «brilla el Sol que nace de lo alto». Ese Sol que, atravesando Gaza hace 2.000 años en brazos de María y de José pasó «mil gracias derramando». Y, aún hoy, a tanta distancia de tiempo, ese Sol sigue irradiando luz, calor y vida. De tantas gracias, la más importante es, sin lugar a dudas, Él mismo. En la Franja de Gaza, sobre nuestro altar, todos los días baja del cielo a la tierra el Hijo de Dios encarnado. Baja para hacer compañía a los hombres y consolarlos, asistirlos, fortalecerlos, sanarlos y robustecerlos. Y, además, para gozar Él mismo, de la compañía de sus amigos.

Hace unas semanas otro milagro, enorme, ha sucedido en nuestra parroquia. Entró en el templo Jud en brazos de sus padres, Ramzi y Sandrine. Muy pequeño. Un bebé. Y en medio de aquel gran milagro perpetuo de la Eucaristía, ese hijo de hombre se transformó en hijo de Dios. ¡Bendito Bautismo que tantos bienes trae a Gaza y a la humanidad!

Somos testigos de los milagros cotidianos de la providencia: perseverar en la fe; participar del misterio de la cruz del Señor al sufrir por Dios y por los hermanos; entender la grandeza de la caridad divina y de la esperanza sobrenatural; querer servir a todos y en todo amar y servir; tratar de llevar paz, perdón, reconciliación, serenidad, gozo y hasta alegría a todos; seguir rezando y haciendo rezar; vivir con el corazón en el cielo pero con los pies bien en la tierra; perdonar las ofensas; perseverar en los votos que libremente profesamos; gozar al ver que tantos rezan y se acercan a Dios y no se rebelan contra los designios; constatar que los cristianos de Tierra Santa siguen siendo sal y luz del mundo. Somos testigos de esos milagros que suceden a nuestro alrededor y en nuestro interior.

Aunque, a veces, se nos empañen los ojos del alma y no veamos con claridad que siempre, en todas partes y en toda circunstancia, todo lo que ocurre, «ocurre para el bien de los que aman a Dios».