El sábado al Papa se le veía bien. El pasado sábado tuve la fortuna inesperada de poder dejarme mirar por los ojos del Papa. Su Santidad recibía a cuatro de los miembros de la junta directiva de la Unión Católica de Informadores y Periodistas de España (UCIPE) en su despacho del palacio de San Dámaso, en el Vaticano. Tremenda emoción e impactante sentimiento de privilegio conocer una parte de los apartamentos papales, donde el Santo Padre solo trabaja, supongo que también abrumado por tanta belleza artística que no transmite el calor humano que a él tanto le gusta y encuentra en su residencia de Santa Marta.
No sé si la dolencia que padece te pone cara de algo, pero Francisco era el de siempre. Nos recibió en su despacho; estaba de pie, ayudado por su habitual bastón de trípode. No parecía enfermo, ni mucho menos dolorido o sufriente. Nos habló como padre preocupado por lo que nosotros le veníamos a contar. Después se sentó en su escritorio y nos escuchó atentamente, sereno y lúcido en las respuestas, como siempre. El objetivo era presentar el resumen ejecutivo de la asociación en los últimos tres años gracias al presidente, Rafael Ortega; al vicepresidente, José María Legorburu; al consiliario, Josetxo Vera, y yo misma. Le entregamos varios libros escritos por los periodistas a los que recibía y algunos presentes en nombre de la UCIPE, como una reliquia del beato Lolo o el premio que entregamos a los periodistas, que lleva el nombre de Manuel Lozano Garrido. Nuestro objetivo era agasajarle con nuestros regalos materiales, que en todo momento nos parecían pocos y sencillos; sin embargo, el regalo nos lo llevamos nosotros en forma de magisterio en los más de 20 minutos que pudimos departir con él.
A todo esto, te mira con unos ojos que te escudriñan, te escucha con una sonrisa y te habla con la bondad de un padre comprensivo. Nada presagiaba problemas de salud. A las 8:30 horas estaba en su despacho recibiendo delegaciones, cartas credenciales y prelados. Y estaba bien, acompañado como digo de su bastón para levantarse al recibirnos y despedirnos, porque Francisco te trata como el que viene a casa de visita y se merece un apretón de manos caluroso de bienvenida y una sonrisa de hasta pronto.
El Papa conoce las dificultades del comunicador aquejado de los «cuatro pecados del periodismo: la desinformación, la calumnia, la difamación y la coprofilia». No le gustan los que filtran las informaciones con el objetivo de ganar dinero a costa de hacer daño. «Aquí, en el Vaticano, los hubo, pero ya no están, a esos fuera», contaba moviendo la mano sutilmente. Al Papa le preocupa la formación de los periodistas, que deben pasar por la universidad, dijo, para hacerles pensar por encima de todo: «Háganles preguntas que les abran la mente». Francisco es conocedor de la necesidad de la reflexión social para hacer un buen periodismo. ¿Y cómo es un buen periodista para el Papa? Según nos dijo, debe ser hacedor de una altura ética al margen de su confesión. Lo importante no es que la ética sea católica o de otra religión, sino que respete la verdad y a las personas, explicaba. Reconoció que en su época de Bergoglio en Buenos Aires no quería tratar con periodistas. «Estando en Roma un cura me dijo: no muerden, hablá con ellos», nos cuenta entre risas. Entiende nuestra labor y le preocupa el desamparo de la sociedad abrumada por las fake news. Le transmitimos nuestro agradecimiento por ser brújula de tantos informadores gracias a sus mensajes coincidiendo con las Jornadas Mundiales de las Comunicaciones Sociales de cada año, algo que agradeció con humildad.
Francisco respeta y reconoce el buen periodismo de los corresponsales españoles en el Vaticano. Asegura que son todos muy buenos profesionales, pero le cambia la cara al hablar de Eva Fernández, «una gran persona que siempre sabe hacia dónde apuntar». De los españoles que van y vienen por allí, se acordó de Évole; está claro que se afana en el periodismo periférico, donde él no llega asiduamente, porque es ahí donde Francisco pone su mirada.
Preocupada siempre como mujer periodista y madre que intenta hacer equilibrios vitales sin que ninguna de sus condiciones se resienta, le pregunto cómo debe ser esa presencia en la difícil combinación de la maternidad y la comunicación. «No soy periodista, no soy madre…» me contesta entre risas, con cariño. Se para unos segundos y reflexiona para después decirnos que lo importante es educar a nuestros hijos desde la ternura. «¿Qué edad tienen sus hijas?», pregunta con naturalidad. Adolescentes, ¡qué difícil! Es bueno mirar para otro lado en ocasiones, acompañarlos pero no tomar decisiones enfadados en caliente, nos explica. Conoce la realidad de la Iglesia en España, a juzgar por los comentarios sobre algunas de las diócesis que le ocupan y preocupan. Y se le ilumina la cara cuando le ruego que se cuide para llegar con fuerzas a la JMJ de Lisboa para la que nuestros jóvenes se preparan desde hace meses. Solo Dios sabe si ya sabría algo. El Papa tiene ganas de dejarse querer por ellos y quiere estar preparado para esa cita.
Para cerrar nuestra audiencia nos pide un favor. Es como que necesita que le hagamos partícipe, a usted lector, de lo que a su corazón le pesa. Nos pone trabajo. Quiere que demos a conocer la historia de Ibrahima Balde, recogida en Fratellino (Hermanito), el libro en el que el escritor vasco Amets Arzallus cuenta su periplo como inmigrante para llegar desde Guinea a España sufriendo mucho en el camino, como nos insiste el Papa. Y así deja claro dónde está el foco de lo que realmente importa, porque Francisco es por encima de todo un padre al que le preocupamos todos, pero sobre todo quienes más necesitan que le pongan voz.
Como es habitual nos despide con un «recen por mí». Y en eso estamos; toda la Iglesia ahora rezamos más que nunca por su salud.