Francisco, el Papa de la misericordia
El jesuita Antonio Spadaro cerró la primera jornada de la 45º Semana de Vida Religiosa con una conferencia sobre Francisco, el Papa de la misericordia. A continuación les ofrecemos el texto completo de la conferencia:
En las vísperas del cuarto domingo de Cuaresma, en San Pedro, el 13 de marzo de 2015, segundo aniversario de su Pontificado, ante una asamblea reunida para celebrar una liturgia penitencial, el Papa Francisco anunció la convocación de un Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será un Año santo de la misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la Palabra del Señor: «Sed misericordiosos como el Padre» (cf. Lc 6, 36).
El Papa ha dicho qué es lo que le ha movido a tomar esta decisión: «he pensado con frecuencia de qué forma la Iglesia puede hacer más evidente su misión de ser testigo de la misericordia. Es un camino que inicia con una conversión espiritual; y tenemos que recorrer este camino». El 11 de abril siguiente, vísperas del II Domingo de Pascua, llamado «Domingo de la Divina Misericordia» el Pontífice convocó el Jubileo con la Bula Misericordia Vultus.
¿Qué es la misericordia para Jorge Mario Bergoglio? ¿Cómo la entiende? ¿Cómo ha incidido en su vida personal? ¿Por qué esta insistencia en la Iglesia como testigo de la misericordia de Dios?
Super misericordia et infinita patientia…
«Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada… Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de Pontífice». Son las palabras que oí de los labios del papa Francisco cuando lo entrevisté en agosto de 2013. Así se define él a sí mismo: un pecador que ha experimentado la misericordia. Y me susurró las palabras en latín de su aceptación del ministerio petrino, con las cuales se convirtió en Papa: Peccator sum, sed super misericordia et infinita patientia Domini nostri Iesu Christi confisus et in spiritu penitentiae accepto. «Soy un pecador», afirma el Papa con toda claridad.
Esto debería llevarlo a un sentimiento de desconfianza hacia sí mismo. Y sin embargo no es así, porque su respuesta es: «acepto» la elección. El único motivo que fundamenta su decisión es la confianza «en la misericordia y en la infinita paciencia de Nuestro Señor Jesucristo». Y la aceptación del Pontificado se realiza en «espíritu de penitencia». Son palabras fuertes.
Si Bergoglio no confiase en la misericordia (super misericordia…) no habría aceptado. No son palabras «piadosas» o de circunstancia. En efecto, existen numerosos testimonios del hecho que la misericordia es la palabra clave de este pontificado. Tan sólo en 2013, o sea en los primeros nueve meses de pontificado, el papa ha usado la palabra «misericordia» en alrededor de 200 pasajes de sus discursos. A partir de la primera Misa en la parroquia de Santa Ana, en el Vaticano, el 17 de marzo de 2013: «El mensaje de Jesús es éste: La misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje más fuerte del Señor: la misericordia».
A este respecto, no hay que olvidar que, en el Nuevo Testamento, la petición de misericordia «Maestro, ten piedad de mí» (por ejemplo, Mt 17, 15), adquiere el significado de una verdadera confesión de fe. Eso es exactamente lo que quiere hacer Bergoglio: expresar su propia fe.
En el reciente viaje apostólico de Francisco a América Latina, mientras volábamos de Bolivia a Paraguay, le dije que eso que yo estaba viviendo era para mí, verdaderamente, una gracia de la que no era digno. Su respuesta inmediata fue una sonrisa y un gesto sencillo de la mano, acompañado de la pregunta retórica: «¿acaso lo soy yo?». Es solamente una pequeña anécdota, pero se podrían citar otra muchas.
1. La misericordia se manifiesta en el tiempo
La misericordia pide el verbo y no el sustantivo
El lema episcopal de Jorge Mario Bergoglio es Miserando atque eligendo. Durante la entrevista de 2013 me dijo: «es algo que, en mi caso, he sentido siempre muy verdadero». El lema está tomado de las Homilías de san Beda el Venerable, el cual, comentando el episodio evangélico de la vocación de san Mateo, escribe: «Jesús vio a un publicano y, como lo miró con un sentimiento de amor y lo eligió, le dijo: Sígueme». Y añadió: el gerundio latino miserando me parece intraducible al español. A mí me gusta traducirlo con otro gerundio que tampoco existe: misericordiando.
Para el papa Francisco la misericordia requiere un lenguaje que no existe. La misericordia, por tanto, estimula su creatividad lingüística. Sabemos que Bergoglio es muy creativo lingüísticamente, tanto en italiano como en español. Su actitud plasma las palabras, introduciendo elementos dialectales o jergales. Le hemos visto usar verbos como «spuzzare» (fruto inconsciente de los influjos piamonteses que derivan de su abuela Rosa) o términos porteños, como balconear. Pero aquí Bergoglio realiza una operación diferente y, si se quiere, más personal: cambia un sustantivo (misericordia) en un verbo (misericordiar) en la forma del genitivo (misericordiando).
En general, al Papa le gustan más los verbos que los sustantivos. El sustantivo hace referencia a la «sustancia» y tiene un valor de objeto, de hecho, de cosa considerada en su fisicidad. En cambio, el verbo indica el pasar del tiempo, la acción, el dinamismo; en una palabra, la experiencia. Por tanto, con esta simple operación lingüística, el Papa Francisco nos está diciendo que la misericordia debe perder su fisicidad de «acto» para convertirse en «acción», o sea «proceso», dinamismo. No ergon, sino enérgeia, energía. El proceso y la energía se desarrollan en el tiempo. La expresión que más se aproximaría a lo que Bergoglio quiere decir sería «ponerse a…».
Estamos acostumbrados a hablar de «obras de misericordia». Está claro que, para Bergoglio, igual que para san Ignacio, el amor se demuestra con obras y no con palabras. Encontrando a la sociedad civil de Ecuador en la iglesia de San Francisco de Quito, el 7 de julio de 2015, dijo: «¿Amamos nuestra sociedad o sigue siendo algo lejano, algo anónimo, que no nos involucra, no nos mete, no nos compromete? ¿Amamos nuestro país, la comunidad que estamos intentando construir? ¿La amamos sólo en los conceptos disertados, en el mundo de las ideas? San Ignacio —permítanme el aviso publicitario—, san Ignacio nos decía en los Ejercicios que el amor se muestra más en las obras que en las palabras. ¡Amémosla a la sociedad en las obras más que en las palabras!».
Así es como Bergoglio entiende las «obras» de misericordia: como elemento dentro de un proceso que se despliega, orientado hacia la comunidad que estamos tratando de construir…: es un proceso abierto, definido por dos verbos: amar y construir. La obra no es nunca un gesto aislado.
No el espacio de un gesto, sino el tiempo de un proceso
La misericordia expresa una energía que se despliega en el tiempo más que en el espacio: poner en marcha procesos más bien que ser un hecho aislado y definido, cerrado en sí mismo. Y el tiempo es superior al espacio, porque en el tiempo se desarrolla un proceso de desarrollo, de crecimiento.
Todo esto tiene sus raíces en la experiencia personal de Bergoglio. Pienso así, porque la homilía de san Beda que he citado se encuentra en la Liturgia de las Horas de la fiesta de san Mateo. Y precisamente en la fiesta de san Mateo, el 21 de septiembre de 1953, el joven Jorge Mario tuvo una experiencia particular. Se estaba preparando a celebrar con un día de campo la Jornada del Estudiante, al inicio de la primavera austral. Pero antes, sin saber bien por qué, pasó por su parroquia, la iglesia de San José de Flores, donde vio a un sacerdote que no había visto nunca antes, el padre Duarte, y que le impresionó. Se sentó en el último confesionario a la izquierda, frente al altar, y sintió el impulso de confesarse.
En ese momento sucedió «algo». «Me sucedió una cosa extraña durante esa confesión, no sé exactamente qué, pero me cambió la vida; diría que me dejé sorprender con la guardia bajada». Y sigue, recordando esos momentos: «Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro, me di cuenta de que me estaban esperando. Ésta es la experiencia religiosa: el estupor de encontrase con alguien que te está esperando. A partir de ese momento, para mí Dios es Aquél que se te «adelanta». Tú lo estás buscando, pero es Él quien te encuentra primero (el cursivo es mío).
El Papa, recordando esos momentos, los asocia siempre a una precisa experiencia de la misericordia de Dios, que siempre le acompañará. Pasarán todavía cuatro años antes de su entrada en el Seminario, pero la decisión ya estaba tomada. Por tanto, para Bergoglio, la misericordia es, concretamente, la capacidad de Dios de adelantarse, de esperarte antes de que tú decidas ir a su encuentro. Ésta es la dimensión temporal de la misericordia de Dios: la anticipación. No viene «después». No es simplemente perdón por algo que se ha hecho «antes», sino una actitud a priori.
Esto es el misericordiae vultus, el rostro de la misericordia, que será el título de la Bula de con vocación del Año Santo: es el rostro de Quien te está esperando. El rostro del padre del hijo pródigo de la parábola evangélica, un rostro todo vuelto al horizonte para descubrir el regreso del hijo. Su espera precede al regreso mismo. He aquí, pues, cómo el tiempo es la dimensión propia de la misericordia, que tiene un significado de anticipación, no solamente «espacial» de proximidad.
Obviamente, el que es misericordioso es también «prójimo» del que está a su lado, está cercano espacialmente, le toca. Pero el que es misericordioso no está solamente «cercano» a la persona hacia la que se vuelve: es aquél que le hace un hueco en su tensión vital. El padre es «misericordioso» porque «cuando el hijo todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente», leemos en la parábola evangélica (Lc 15, 11-32). Podemos decir que es una cercanía que se hace física, pero que antes vive toda la tensión temporal del encuentro. El abrazo precede al encuentro. El perdón precede al arrepentimiento.
Dios «primerea» con su misericordia
Por tanto, para Bergoglio la misericordia es una proximidad, fruto de un proceso realizado ante todo por Dios que espera. Una persona que ha recibido un mensaje personal del Papa Francisco —se trata de un artista con una historia personal atormentada— me leyó con emoción esta frase: «Dios nos busca, Dios nos espera, Dios nos encuentra… antes de que nosotros lo busquemos, antes de que lo esperemos, antes de que lo encontremos. Éste es el misterio de la santidad».
En un coloquio con el rabino Abraham Skorka, Bergoglio confesaba: «Diría que a Dios se le encuentra mientras se camina, se pasea, se le busca y se deja buscar por Él. Son dos caminos que se encuentran. Por una parte, lo buscamos, movidos por un instinto que nace del corazón. Y luego, cuando nos encontramos con Él, nos damos cuenta de que Él ya nos estaba buscando, se nos había adelantado».
Dios viene antes, nos precede. Éste es también el sentido del verbo jergal primerear, que el Papa Francisco utiliza. Usó esta expresión también en la vigilia de Pentecostés ante los miembros de los movimientos eclesiales el 18 de mayo de 2013. Se refería a Dios mismo: «Nosotros decimos que debemos buscar a Dios, ir a Él a pedir perdón, cuando vamos Él nos espera, ¡Él está primero! Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: «El Señor siempre nos primerea», está primero, ¡nos está esperando! Tú vas pecador, pero Él te está esperando para perdonarte. El Señor nos espera. Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es Él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, y así va creciendo la fe».
Acompañar e integrar
Por tanto, hay una dimensión de espera muy profunda en la manera en que Bergoglio lee la misericordia. Evoca también la «paciencia» de esta espera (cfr. ángelus del domingo 9 de junio de 2013). Se trata de una conciencia que a Francisco le viene, entre otras cosas, de la lectura de Romano Guardini, a quien cita precisamente a propósito del «hijo pródigo».
En la homilía del II Domingo de Pascua del 2013, en el que se lee ese pasaje evangélico, el Papa dijo: «A mí me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto!. Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, siempre. Un gran teólogo alemán, Romano Guardini, decía que Dios responde a nuestra debilidad con su paciencia y éste es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un diálogo que si lo hacemos, nos da esperanza».
Pero en esa circunstancia el Papa recordó también la «paciencia» para con Tomás: «le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera…». ¿Y qué decir de Pedro, que le reniega tres veces?
El camino de la Iglesia y de cada uno de nosotros —evocado desde el primer momento en que el Papa anunció el Año Santo de la misericordia— corresponde a la espera y a la paciencia de Dios. Estamos hablando de procesos —o sea, de tiempo— no sólo de gestos espectaculares referidos a un momento determinado. Con mucha frecuencia Bergoglio ha puesto en relación la misericordia de Dios con la imagen del camino, como, por ejemplo, en la Misa de medianoche del 30 de diciembre del 2005: «El Padre espera, tiene paciencia, nos ama, nos envía a su Hijo para que camine con nosotros». Paciencia, espera, camino…
Ésta es también la clave para comprender la visión de Bergoglio, para comprender sus pensamientos, gestos, actos, iniciativas, viajes. El Papa Francisco no es solamente un Papa que realiza actos, sino también un Papa que abre procesos. El Papa quiere evitar toda forma de lectura ideológica. Solamente la fidelidad a la historia, que es propia de los procesos, puede salvar de la ideología, no los objetivos estáticos o las ideas abstractas. La misericordia no tiene nada de estático o de abstracto. Es una virtud en el sentido etimológico de virtus, fuerza de acción: «la misericordia de Jesús no es sólo un sentimiento, ¡es una fuerza que da vida!» (ángelus, 9 de junio 2013).
Un ejemplo: cuando se habla de la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar —más allá de las diferentes posturas— el Papa quiere evitar que se piense la comunión como «una condecoración», como dijo en una entrevista con Valentina Alarzaki. Lo que interesa positivamente al Papa es la integración de los divorciados que se han vuelto a casar en la vida de la comunidad cristiana: «Hace falta integrar… Y luego acompañar los procesos interiores». O sea, la misericordia se expresa en el tiempo de la integración y del acompañamiento. Todo paso adelante no es nunca una conquista (una «condecoración»), sino una etapa.
De la Porta Fidei a la Misericordiae Vultus
El Jubileo de la misericordia comenzó en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, 8 diciembre de 2015, y se concluirá el 20 de noviembre 2016, domingo de Cristo Rey del universo y «rostro vivo de la misericordia del Padre». Inicia, pues, bajo la mirada de María Inmaculada, Mater misericordiae, a la que el Papa muestra como «animada por la divina misericordia, que en ella se hace carne» (Mensaje para la XXII Jornada mundial del Enfermo).
Pero el 8 de diciembre de 2015 es también el día del 50 aniversario de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, en 1965. Se recuerda la clausura de una puerta y se abre otra. Y de la «puerta» se pasa al «rostro». Porta fidei era el título de la Carta apostólica en forma de Motu proprio de Benedicto XVI, con la que, el 11 de octubre del 2011, se convocaba el Año de la fe. De esa Porta fidei se pasa, ahora, a la Miericordiae vultus. Cristo es «puerta» pero tiene un rostro humano. Verdaderamente humano.
La puerta puede hacer dos cosas: abrirse o cerrarse. El rostro humano puede tener una infinidad de matices y adaptarse de mil maneras a la persona que tiene ante sí. El rostro humano cambia con el tiempo, lo modifica la historia, o sea el tiempo que pasa, y también las situaciones ante las que se encuentra, sobre todo el rostro de los demás. En el rostro se da una temporalidad radical, que se pierde en el movimiento binario (abierto/cerrado) de la puerta.
El Año Santo se concluirá el día de Cristo rey del universo, en que se celebra al Juez de la historia en su trono que es la cruz. Y el juicio coincide con el amor. En efecto, precisamente la cruz es «también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva» (Palabras del Santo Padre durante el vía crucis en el Coliseo, Viernes Santo, 29 de marzo 2013).
A todos los que identifican juicio y rigor, basta con recordar lo que dijo Juan XXIII en la solemne apertura del Concilio Vaticano II: «la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad […]. La Iglesia Católica […] quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella».
Y sin embargo actualmente parece que solamente los viejos marxistas pueden andar de acuerdo con los católicos rigoristas, unidos en la sospecha de que misericordia sea un sustituto de justicia. En efecto, el pensamiento ideológico prescinde del rostro porque es un pensamiento único y unívoco. El Papa Roncalli estaba, por naturaleza, lejísimos de los rigorismos ideológicos, y, por tanto, consideraba la justicia como el primer nivel de la misericordia.
El Papa Francisco lo dice con gran claridad, meditando el Evangelio de la celebración penitencial (Lc 7, 36-50) durante la que anunció el Año jubilar. «Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume». En la continuación del pasaje aparecen con insistencia dos palabras: amor y juicio. Para la pecadora, dijo el Papa, «no habrá ningún juicio si no el que viene de Dios, y este es el juicio de la misericordia. El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la justicia».
El Papa contrapone a la figura de la pecadora la de Simón, el amo de la casa, el fariseo, que al contrario, «no logra encontrar el camino del amor. Todo está calculado, todo pensado… Él permanece inmóvil en el umbral de la formalidad. Es algo feo el amor formal, no se entiende. No es capaz de dar el paso sucesivo para ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se limitó a invitar a Jesús a comer, pero no lo acogió verdaderamente. En sus pensamientos invoca sólo la justicia y obrando así se equivoca. Su juicio acerca de la mujer lo aleja de la verdad y no le permite ni siquiera comprender quién es su huésped».
En efecto, a veces sucede como a Judas, que —dijo una vez Bergoglio— «no supo leer la misericordia en los ojos del Maestro». La puerta de la fe se abre mirando al rostro de la misericordia. No hay otra llave. Nos hay más contraseña que esta.
Pero justicia y misericordia requieren la conversión. Por eso se anuncia la convocación del Jubileo en un contexto penitencial, y no celebrativo. Aquí debemos recordar que Bergoglio aceptó el Pontificado in spiritu poenitentiae y super misericordia confissus. Por tanto, evoca un desenvolvimiento sobrio, meditativo, no unido a grandes eventos, sino a una profundidad interior que es una forma de ejercicio espiritual. Será mucho menos turismo más peregrinación del «pueblo de Dios en camino».
Misericordia, antídoto contra la ideología de la Iglesia cerrada
El Jubileo de la Misericordia afronta con valentía y pasión la crisis de fe de un mundo que corre el peligro de perder de vista el rostro de Dios, que a muchas personas aparece distante, frío, o, de todas formas, desdibujado, a veces por la sombra de un «juicio» entendido de manera errónea, o sea, de manera rigurosa en el sentido etimológico de «fría» (rigor).
Por tanto, el Año jubilar también sostiene y alienta a la Iglesia en su «misión de llevar a cada persona el Evangelio de la misericordia» (Homilía, 13 de marzo 2015). Este es el punto central, el corazón del mensaje del Año santo: «Nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder a ella y la Iglesia es la casa que acoge a todos y no rechaza a nadie. Sus puertas permanecen abiertas de par en par, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón» (ivi).
El 17 de octubre 2013, en la homilía de la Misa matutina en Santa Marta, el Pontífice comentó el pasaje evangélico de Lucas (11, 47-54) que refiere la advertencia de Jesús a los doctores de la Ley: «¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, porque os habéis apoderado de la llave de la ciencia! No habéis entrado vosotros, y a los que quieren entrar, se lo habéis impedido».
Y asoció a ello la imagen de «una Iglesia cerrada», en la que «la gente que pasa por delante no puede entrar» y de donde «el Señor que está dentro no puede salir». De ello se deriva la llamada de atención a aquellos «cristianos que tienen en su mano la llave y se la llevan, no abren la puerta»; o peor, «se detienen en la puerta» y «no dejan entrar». En el cristiano que asume esta actitud de «llave en el bolsillo y puerta cerrada» se da, según el Pontífice, «todo un proceso espiritual y mental» que lleva a hacer pasar la fe «por un alambique», transformándola en ideología. Pero «la ideología —advirtió— no convoca. En las ideologías no está Jesús. Jesús es ternura, amor, mansedumbre, y las ideologías, de cualquier sentido, son siempre rígidas».
La ideología es rígida. El rostro es de carne, suave como la carne. El rostro solamente es rígido en la muerte, el rigor mortis… La Iglesia no puede tener un rostro de muerta. La misericordia, por tanto, es el núcleo que impide que la fe se transforme en una ideología entre tantas, una ideología religiosa, pero siempre una ideología.
¿Cuáles son los efectos, en el tiempo, de esta suavidad, o sea, una frescura de rostro que no necesita de cremas? Vamos a intentar comprender los tiempos de la misericordia.
2. Los tiempos de la misericordia
El tiempo se desarrolla en pasado, presente y futuro. Para Bergoglio, la misericordia tiene un impacto sobre estas tres dimensiones temporales, desplegándose y tocando la existencia del hombre de manera global.
La misericordia y el pasado: el olvido del mal
Hay algunas palabras de Francisco que tocan particularmente, referidas a una persona precisa que ha estado, durante un cierto tiempo, sometida al ataque de los medios por sospechas sobre su pasado. Se dijeron durante la Rueda de Prensa del Papa en el vuelo de regreso de Rio de Janeiro: «Yo veo que muchas veces en la Iglesia […] se van a buscar «pecados de juventud», por ejemplo, y se publican […] Pero si una persona, laica o sacerdote o religiosa, ha cometido un pecado y después se convierte, el Señor perdona, y cuando el Señor perdona, el Señor olvida y esto para nuestra vida es importante. Cuando vamos a confesarnos y decimos de verdad: «He pecado en esto», el Señor olvida y nosotros no tenemos derecho a no olvidar, porque corremos el riesgo de que el Señor no se olvide de nuestros pecados. Es un peligro éste. Esto es importante: una teología del pecado. Muchas veces pienso en san Pedro: cometió uno de los peores pecados, renegar de Cristo, y con este pecado lo hicieron Papa. Tenemos que pensarlo bien».
Ya en estas palabras intuimos que la misericordia, extendiéndose en el tiempo, toma forma según el pasado, el presente y el futuro. Aquí, en particular, comprendemos el valor de la misericordia en el pasado: olvidar el mal: «el Señor olvida y nosotros no tenemos derecho a no olvidar». Esto es misericordia: tener mala memoria para el mal, olvidar.
Pero ese olvido no es puro borrón y cuenta nueva por parte de Dios, que produce tranquilidad en el ánimo del fiel que se confía a Él. En realidad es la percepción de que Dios estaba ya en nuestro pasado de alejamiento, como el del hijo pródigo. A causa de su presencia, nuestro pasado de pecado cambia de sentido. Esta es, en el fondo, la conversión para Francisco: no olvidarse de ser pecadores, sino saberse ya amados desde antes, ya entonces, y dar un significado diverso al propio pasado.
El proceso temporal descrito en la física clásica se mueve en una dirección unívoca de pasado-presente-futuro. En la dinámica de conversión la dirección de la línea del tiempo no es la física, sino la del sentido. No se considera la memoria como una transcripción inmutable. El pasado no está fijado para siempre, la conversión puede cambiar el sentido de lo que se ha vivido. Conversión significa volver a determinar el pasado como premisa de un nuevo futuro. Ésta es la potencia de la misericordia. Ella actúa sobre el pasado de cara a un futuro liberado del peso del pecado, del mal.
La misericordia en el presente: la urgencia de salvar la vida
Si en el pasado la misericordia exige olvidar el mal y dar un sentido nuevo a la experiencia vivida, en el presente exige cambiar la mente, o sea la manera de pensar y de mirar el mundo: exige cambiar de «lógica». No hablamos de una lógica abstracta, sino de una lógica existencial, que a veces podríamos definir civil, «política», que «cambia el mondo» (ángelus, 17 de marzo 2013). Para Bergoglio, la misericordia tiene un valor político para el mundo, haciéndose a veces sinónimo de «paz» (cfr. saludo a los peregrinos después de la audiencia general, 8 de mayo 2013). También invitó a los escritores de la revista La Civiltà Cattolica a contribuir a la construcción de una «civilización de la misericordia» (cfr. audiencia a La Civiltà Cattolica, 14 de junio 2013).
El Año jubilar exige un cambio de «lógica». La «lógica» de la que habla Francisco es la lógica de Dios, su manera de mirar al mundo, a la historia, a la humanidad y cada ser humano. Es la que san Pablo define «los sentimientos de Cristo» (Fil 2, 5). La palabra española sentimiento traduce el griego phronesis. Recordemos que, para Aristóteles, no se trata de la sabiduría (o sea la sophia), sino de la capacidad de reflexionar y decidir a qué fin hay que tender y de intuir el modo justo de alcanzarlo: el criterio de acción. Y en este sentido es también política. A veces geopolítica. El criterio de la urgencia —que no tiene nada que ver con las prisas— lleva a Bergoglio a actuar en el presente con la virtud de la prudencia, que es bien consciente del momento presente, de las tensiones que agitan la realidad. Ésta no es una estrategia política, sino la lógica del amor que no acepta considerar a nadie ni nada como «perdido» (sea que se hable de las relaciones con Dios, o con los otros, o entre naciones, pueblos y Estados). En una de las homilías más «fundantes» y programáticas de su pontificado, en la Misa del 15 de febrero de 2015 con los nuevos cardenales creados el día antes, el Papa habló de esta «lógica», diciendo: «Jesús revoluciona también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad».
El Papa prosiguió describiendo «dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio. Estas dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar». Pues bien, en el presente la misericordia pide asumir la urgencia de salvar a los perdidos, asumir esta lógica prioritaria.
El modelo es Cristo. En la homilía del 15 de febrero 2015 esta fuerza de reintegración se expresa con la imagen de la curación del leproso: «[Jesús] ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del contagio».
El Papa ha hablado de «esquemas mentales y espirituales», refiriéndose a otra lógica, como hemos dicho, que debe sostener, en el Año jubilar, también la reflexión y el estudio. Francisco lo escribió apenas diez días antes de su anuncio del 13 de marzo, en una carta al cardenal poli por el Centenario de la Facultad teológica de la Pontificia Universidad Católica Argentina: «La misericordia no es sólo una actitud pastoral, sino la sustancia misma del Evangelio de Jesús. Les animo a que estudien cómo, en las diferentes disciplinas —dogmática, moral, espiritualidad, derecho, etc.— se puede reflejar la centralidad de la misericordia. Sin misericordia, nuestra teología, nuestro derecho, nuestra pastoral, corren el riesgo de caer en la mezquindad burocrática o en la ideología, que por su propia naturaleza quiere domesticar el misterio. Comprender la teología es comprender a Dios, que es Amor».
Por tanto, es necesario que los ministros de la Iglesia sean ministros de misericordia. Durante la entrevista del 2013, el Papa me dijo: «los ministros de la Iglesia deben ser, ante todo, ministros de misericordia. Por ejemplo, el confesor corre siempre peligro de ser o demasiado rigorista o demasiado laxo. Ninguno de los dos es misericordioso, porque ninguno de los dos se hace de verdad cargo de la persona. El rigorista se lava las manos y lo remite a lo que está mandado. El laxo se lava las manos diciendo simplemente “esto no es pecado” o algo semejante. A las personas hay que acompañarlas, las heridas necesitan curación». El papa ha repetido estas ideas en la audiencia a los participantes en el Curso promovido por la Penitenciaría apostólica el 12 de marzo 2015.
El sacramento de la penitencia, para el papa, debe ser «un encuentro liberador y rico de humanidad, a través del cual se puede educar en la misericordia, que no excluye, sino que más bien comprende el justo compromiso de reparar, en la medida de las posibilidades, el mal cometido».
El ministro del Evangelio es ante todo un ministro que «lava, limpia y consuela». «Veo con claridad —me dijo el Papa— que lo que la Iglesia necesita con mayor urgencia hoy es una capacidad de curar heridas y dar calor a los corazones de los fieles, cercanía, proximidad. Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla. ¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas. Ya hablaremos luego del resto. Curar heridas, curar heridas… Y hay que comenzar por lo más elemental». Y se lo repitió a los párrocos de Roma el 6 de marzo 2014: «después se harán los tratamientos especializados, pero antes se deben curar las heridas abiertas».
El nexo entre misericordia y curación es evidente. Jesús «ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades» (homilía, Domingo de Ramos, 24 de marzo 2013).
Es necesario precisar que esta acción de socorro y de salvación no considera al «herido» como totalmente carente de capacidad de reacción, como un moribundo. Convendría analizar con atención las imágenes del mundo de la salud que toma Bergoglio. Para el Papa «no es posible curar a un enfermo si no se parte de lo que hay de sano en él». Y esto significa partir de lo positivo, de los recursos aún disponibles, de una apertura a la Gracia que no se ha visto afectada, de una salud que no está minada de manera incurable.
Siempre me ha hecho reflexionar un acontecimiento de la vida del Papa Francisco, que siempre he puesto en relación con esa actitud de «curar», incluso en el sentido médico, que él expresa con frecuencia: el hecho de que, antes de entrar en el Seminario, Bergoglio se enfermó gravemente, y a los 21 años estuvo en peligro de muerte a causa de una infección pulmonar. En un momento de fiebre alta abrazó a su madre, desesperado, y le dijo: «¡Dime que me está pasando!». Le diagnosticaron una pulmonía y la presencia de tres quistes. Por eso le quitaron la parte superior del pulmón derecho. La convalecencia fue dura, a causa de la aspiración del líquido que se le formaba en los pulmones. Imagino lo que puede significar, para un joven, sentir que le falta la respiración, necesitar cuidados médicos. Creo que esto ha marcado de alguna manera la gran y profunda sensibilidad humana y espiritual del Papa Francisco.
Finalmente: el Papa reconoce la actitud de «curar» como femenina y materna: «la Iglesia es Madre: debe ir a curar a los heridos, con misericordia», respondió a una pregunta de un periodista en el vuelo de regreso de Brasil a Roma el 28 de julio 2013. La urgencia de curar a los heridos es la expresión de la «conversión pastoral» que es «ejercicio de la maternidad de la Iglesia», había dicho un día antes a los obispos brasileños reunidos en la sede del Arzobispado de Rio de Janeiro.
La misericordia y el futuro: la paciencia de la terapia
Durante nuestro coloquio-entrevista del 2013 para La Civiltà Cattolica, el Papa formuló de manera vibrante una cuestión: «¿Cómo estamos tratando al pueblo de Dios?». Es una cuestión central, quizás la que él se plantea cotidianamente, antes aún de preocuparse de las estructuras, que también son importantes. El verbo «tratar» hay que leerlo, quizás, en el sentido de «curar», en un contexto de «hospital de campaña». Y el «tratamiento» requiere su tiempo, se realiza en el tiempo, se abre al futuro de un proceso de curación. La «curación» no es milagrosa, instantánea. La terapia requiere un tiempo especial. La misericordia requiere tiempo. Requiere una tensión hacia el futuro, sin el cual no tiene ningún sentido. Se trata de un proceso de mejoría progresiva que debe permanecer abierto. Todo obstáculo rígido, todo impedimento que se opone a un camino de mejoría, es una ofensa a la misericordia de Dios.
3. Las formas de la misericordia
Como hemos ido viendo hasta ahora, para Bergoglio la misericordia tiene una dimensión radicalmente temporal. Como pasado, es el olvido del mal; como presente es la urgencia de salvar la vida; como futuro es la paciencia de la curación, del tratamiento. Es, pues, un proceso que va asumiendo diferentes formas. Son también formas lingüísticas, frecuentemente no verbales: la nueva evangelización «ha de usar el lenguaje de la misericordia, hecho de gestos y de actitudes antes que de palabras» (discurso en la Plenaria del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, 14 de octubre 2013). El Papa Francisco ha definido algunas de estas formas en su predicación, que nunca está separada de gestos concretos. Se pueden indicar por lo menos tres, que además podemos considerar sinónimos de la misericordia: el abrazo, la empatía, la consolación.
El abrazo, las manos
La primera forma va unida al contacto físico de la cura. Durante su viaje al Brasil, en el hospital de São Francisco de Assis na Providência, todos le han visto los abrazos llenos de calor entre el Papa y los ex toxicómanos. Allí exclamó: «Abrazar, abrazar. Todos hemos de aprender a abrazar a los necesitados, como San Francisco». Por tanto, para llamar a la puerta del corazón es necesario tener las manos «desnudas», no tener filtros, tocar la carne. Esta dimensión física no es, para el Papa Francisco, algo accesorio, una mera cuestión de «estilo», sino que forma parte de la comunicación del mensaje fuerte de la Encarnación.
En una entrevista que le hizo el P. Pepe De Paola, viejo amigo del Pontífice, para La Carcova News, hoja informativa de una periferia pobre, de una villa miseria, el Papa Francisco dijo: «Vos podés amar a otra persona, pero si no le estrechás la mano, no le das un abrazo, no es amor; si amás a alguien como para casarte, es decir con el deseo de entregarte completamente, y no le abrazas, no le das un beso, no es verdadero amor. El amor virtual no existe. Existe la declaración de amor virtual, pero el verdadero amor prevé el contacto físico, concreto. Vayamos a lo esencial de la vida. Y lo esencial es eso».
En la Misericordia vultus escribe el Papa: «Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad» (n. 15).
Pero este abrazo no es solamente psicológico-afectivo, sino que es la misma presencia mística de Cristo. Así se lo dijo Francisco a las «Comunidades de Vida Cristiana» (CVX) el 30 de abril 2015, respondiendo a una pregunta: «servimos a un Señor llagado de amor; las manos de nuestro Dios son manos llagadas de amor […]. Las heridas de la humanidad, si te acercas allí, si tocas —y esta es doctrina católica—, tocas al Señor herido». Y en otra ocasión dijo: «No por casualidad Jesús quiso conservar las llagas en sus manos para hacernos sentir su misericordia» (homilía, Misa en sufragio por los cardenales y obispos muertos a lo largo del año, 4 Noviembre 2013). Las manos de Cristo son las de un sanador herido. Él ofrece su mano llagada para hacer tocar la misericordia.
No hay más «presente» que el contacto físico, el abrazo. El abrazo es el aquí y ahora, el hic et nunc de la misericordia. La misericordia tiene una dimensión física imprescindible, que requiere la presencia, la contemporaneidad. No hay misericordia sin contacto.
La empatía, la cabeza
Hablando en Corea a los obispos de Asia, en el Santuario de Haemi, el 17 de agosto por la mañana, el Papa pronunció un discurso de gran relevancia. En él propone una visión de Iglesia «versátil y creativa en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos».
¿Cómo puede realizarse esto? El diálogo —sigue diciendo el Papa— será imposible si, a partir de nuestra identidad «no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida». Aquí la palabra clave es «empatía».
La palabra «empatía» es singular e importante. La tradición de la filosofía y de la tragedia griega conoce esta postura del alma. La tragedia griega, por ejemplo, pretende que el espectador experimente una profunda empatía con el destino del héroe. El espectador es uno que «se pone en el lugar» del otro y experimente sus sentimientos. La tradición humanista se funda en la posibilidad de la empatía. De hecho significa que el hombre no está encerrado en sí mismo ni es auto-referencial, sino que es radicalmente abierto al otro.
¿Qué es exactamente la empatía para Francisco? Ante todo, lo ha precisado improvisando: «Es una atención, y en la atención nos guía el Espíritu Santo». Por tanto, no se trata de una actitud simplemente psicológica, sino profundamente espiritual. Pero luego lo explica mejor: consiste en el reto «escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas, de sus aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa».
Aquí invoca una actitud espiritual que sepa ir más allá de las palabras y los razonamientos bien hechos. Se trata de una sensibilidad espiritual que «nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y “escuchar”, en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir». Por tanto, empatía es ofrecer la propia atención a otra persona, dejarnos a un lado a nosotros mismos, nuestras preocupaciones y pensamientos personales; ofrecer una escucha que no hace un juicio de valor, sino que se concentra en la comprensión de los sentimientos y necesidades fundamentales de la otra persona.
En sus palabras el Papa hace comprender que el diálogo es importante, pero no suficiente; o, más exactamente, que es necesario profundizar su significado y sus modalidades. Francisco propone un paso ulterior y solicita en nosotros un auténtico «espíritu contemplativo de apertura y acogida del otro». Porque no basta la simple «apertura»; es necesaria la acogida: «Ven a mi casa, tú, a mi corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte. Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida».
Esta llamada a la empatía tiene una consecuencia directa para la pastor al. Particularmente a la hora de manifestar la misericordia de Dios en el sacramento de la reconciliación. El Papa se dirige así a los confesores. «No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón» (MV 17).
La consolación, el corazón
En la homilía que pronunció en las Vísperas del II Domingo de Pascua, cuando convocó el Jubileo de la Misericordia, el Papa Francisco afirma: «La misericordia de Dios se ha derramado en nosotros haciéndonos justos, dándonos la paz». Ésta es la percepción sensible de la presencia de Dios, y asume diferentes tonos y matices afectivos. Uno de ellos es la ternura: «La gente de hoy tiene necesidad […] de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón»; «el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura» (homilía, Misa del Domingo 7 de julio 2013).
El Papa, sobre todo cuando habla improvisando, no duda en hablar de la importancia de la consolación. En un diálogo espontáneo y no oficial con los Jesuitas, tenido en Seúl el15 de agosto 2014 durante el viaje apostólico a Corea, dijo: «hay una palabra que me dice mucho: consolación. […] El pueblo de Dios necesita consolación, ser consolado, el “consuelo”. Yo creo que la Iglesia, en este momento, es un hospital de campaña. El pueblo de Dios nos pide que lo consolemos. Tantas heridas, tantas heridas que necesitan consolación… Debemos escuchar la palabra de Isaías: “¡Consolad, consolad a mi pueblo!”. No hay heridas que el amor de Dios no pueda consolar. Nosotros tenemos que vivir de esa manera: buscando a Jesucristo para poder llevar ese amor a consolar las heridas, a curar las heridas. […] Hay muchas heridas en la Iglesia. Heridas que, muchas veces, provocamos nosotros mismos, católicos practicantes y ministros de la Iglesia. ¡No sigáis castigando al pueblo de Dios! ¡Consolad al pueblo de Dios! Tantas veces nuestra actitud clerical provoca el clericalismo que hace tanto mal a la Iglesia. Ser sacerdote no da el status de clérigos de Estado, sino el de pastor. Por favor, sed pastores y no clérigos de Estado. Y cuando estéis en el confesionario recordad que Dios no se cansa nunca de perdonar. ¡Sed misericordiosos!».
Así es: para el Papa Francisco la misericordia de Dios se manifiesta en la consolación, o sea, en la percepción de su presencia. Y los cristianos —y en particular los ministros— están llamados a ser instrumentos de esta consolación, canales de consolación. No existen heridas en nuestra historia que no puedan ser consoladas por el amor de Dios. No es difícil comprender que el Papa Francisco entiende su ministerio petrino como un ministerio de consolación.
La misión misma de la Iglesia es una misión de consolación. En la catedral de Tirana, el 21 de septiembre 2014, después de haber escuchado el testimonio de algunos mártires por la fe, un sacerdote y una religiosa, el Papa dijo: «La única consolación viene de Él. Ay de nosotros si buscamos otro consuelo. Ay de los sacerdotes, de los religiosos, de las religiosas, de las novicias, de los consagrados cuando buscan consuelo lejos del Señor. No quiero “fustigarlos”, hoy, no quiero convertirme en “verdugo”, pero tengan la certeza de que si buscan consuelo en otra parte no serán felices. Más aún: no podrás consolar a nadie porque tu corazón no se ha abierto al consuelo del Señor. Y acabarás, como dice el gran Elías al pueblo de Israel, “cojeando de dos piernas”».
La misericordia asume el rostro de la consolación cuando se percibe la acción de Dios como presencia que hace arder el corazón. San Ignacio, en los Ejercicios Espirituales, la define así: «Llamo consolación quando en el ánima se causa alguna moción interior, con la qual viene la ánima a inflamarse en amor de su Criador y Señor, y consequenter quando ninguna cosa criada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Criador de todas ellas. Assimismo quando lanza lágrimas motivas a amor de su Señor, agora sea por el dolor de sus peccados, o de la passión de Christo nuestro Señor, o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y alabanza; finalmente, llamo consolación todo aumento de esperanza, fee y caridad y toda leticia interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, quietándola y pacificándola en su Criador y Señor» (n. 316).
Un dato claro: la consolación viene de Dios y Él es su protagonista. Pero justamente por eso puede llegar a crear una cierta inquietud, afirma el Papa; en el ángelus del 7 de diciembre 2014 dijo: «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista. Es Él quien nos consuela, es Él quien nos da la valentía de salir de nosotros mismos. Es Él quien nos conduce a la fuente de toda consolación auténtica, es decir, al Padre. Y esto es la conversión. Por favor, dejaos consolar por el Señor. ¡Dejaos consolar por el Señor!». La misericordia que toma la forma de la consolación genera una inquietud porque despoja al yo de su posición dominante de protagonista. Lo afirmó desde los primeros días de su Pontificado: «No es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo incomprensible» (homilía en la parroquia de Santa Ana en el Vaticano, 17 de marzo 2013). La consolación es un reto importante que toca las cuerdas más profundas del alma.
Cuando Francisco habla de un descentramiento de sí, quiere decir también esto: ser libres de los propios sentimientos de tristeza y de desolación para ser consolados por Dios. Y éste es quizás el reto misionero y apostólico más grande, porque «no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no experimentamos en primer lugar la alegría de ser consolados y amados por Él» (ángelus, 7 de diciembre 2014).
La imagen del Buen Pastor
El «logo» elegido para el Año jubilar, obra del jesuita P. Marko Rupnik, se presenta como una pequeña síntesis de estas tres formas de misericordia. En efecto, muestra al Hijo que se carga a los hombros al hombre perdido, recuperando una imagen muy querida de la Iglesia antigua, porque indica el amor de Cristo que lleva a cumplimiento el misterio de su encarnación con la redención. El diseño está hecho de tal manera que pone en evidencia que el Buen Pastor toca en profundidad la carne del hombre, y lo hace con un amor tal que le cambia la vida. A todas luces se trata de un abrazo.
El Buen Pastor, con la extrema misericordia de este encuentro físico, carga sobre sí la humanidad, pero sus ojos se confunden con los del hombre: hay una empatía profunda. Cristo ve con el ojo de Adán, y éste con el ojo de Cristo. Todo hombre descubre, así, en Cristo, nuevo Adán, su propia humanidad y el futuro que le espera, contemplando en Su mirada el amor del Padre.
La escena se coloca dentro de la mandorla, figura predilecta de la iconografía antigua y medieval, que evoca la presencia simultánea de las dos naturalezas, divina y humana, en Cristo. Los tres ovales concéntricos, de color progresivamente más claro hacia el exterior, sugieren el movimiento de Cristo que saca al hombre fuera de la noche del pecado y de la muerte, fuera de la desolación. Por otra parte, la profundidad del color más oscuro sugiere también la imperscrutabilidad del amor del Padre que lo perdona todo, que entra con su consolación en el corazón más inquieto de la humanidad.
4. Un Jubileo sobre la cuestión de Dios: la misericordia como omnipotencia y eternidad
En el Año jubilar de la misericordia la Iglesia, «hospital de campaña», se siente ya comprometida en el frente del ministerio del anuncio y de la reconciliación, así como en el frente de la reflexión y del pensamiento. El reto es verdaderamente grande, sobre todo en el Occidente secularizado: no sólo una reflexión sobre los modos pastorales, sino el compromiso de reabrir en términos no solamente abstractos sino existenciales la cuestión de Dios, sobre quién es Dios, sobre su rostro, en un mundo que actúa etsi Deus non daretur, o sea, prescindiendo de su existencia, no reconociendo su rostro y su importancia. Porque —como ha dicho el Papa en numerosas ocasiones (cfr. homilía en la Plaza de San Pedro, 16 de junio 2013)— ya no reconoce «al Misericordioso».
Hay imágenes de Dios que inducen al ateísmo. A veces hemos ensombrecido el verdadero rostro de Dios anunciando a un Dios de normas que castiga y se venga. Hemos sobrecargado la imagen de Dios con ideas que lo alejan de su verdadera imagen de Dios «amante de la vida». Ya la Gaudium et Spes (19-21) se mostraba consciente de ello.
Hay que proclamar nuevamente con fuerza y en su verdadera dimensión la omnipotencia de Dios. No en el sentido del poder mundano, sino en el de su omnipotencia de misericordia. Así lo afirma el Papa Francisco en la bula Misericordiae Vultus (cfr. N. 6), igual que lo había hecho ya en la Evangelii Gaudium (n. 37), al recordar la doctrina de Santo Tomás: «En sí misma, la misericordia es, ciertamente, la mayor [de las virtudes]. A ella, en efecto, le compete volcarse en los otros, y, lo que es más aún, socorrer sus deficiencias; esto, en realidad, es lo peculiar del superior. Por eso se señala también como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia» (Summa Theologiae, II-II, q. 30, a. 4).
Las palabras del Doctor Angélico muestran hasta qué punto la misericordia divina no es para nada un signo de debilidad, sino más bien la cualidad de la omnipotencia de Dios. Por eso, la liturgia, en una de sus oraciones colectas más antiguas, ora diciendo: «Oh Dios, que revelas tu omnipotencia sobre todo en la misericordia y el perdón» (Colecta que aparece ya entre los textos eucológicos del Sacramentario Gelasiano, 1198). Dios estará para siempre en la historia de la humanidad como Aquél que es presente, cercano, providente, santo y misericordioso.
Atribuyendo de manera plena a Dios la posibilidad de actuar —o sea la omnipotencia— de acuerdo con su ser, Tomás afirma que se puede considerar la misericordia como la forma perfecta de la justicia propia de Dios (cfr. I, q. 21 a. 3 ad 2).
E igualmente su eternidad: «“Eterna es su misericordia”: es el estribillo que acompaña cada verso del Salmo 136 mientras se narra la historia de la revelación de Dios» (Misericordiae vultus 7). La eternidad de Dios es su misericordia eterna. Volvemos a notar la dimensión temporal. La misericordia que se desarrolla en la temporalidad del hombre del pasado, presente y futuro posee como adjetivo propio en Dios el de «eterna».
Por tanto, misericordia no es solamente expresión de una complacencia, sino de soberanía, señoría, potencia. Su misericordia coincide con su condición de absoluto. Coincide con su fidelidad: Dios es «misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34, 6). La santidad de Dios no se manifiesta plenamente en su cólera ni en su transcendencia, sino en su misericordia (Os 11), como nos recuerda Benedicto XVI en la Encíclica Deus caritas est n. 10.
En realidad, el Jubileo de la Misericordia es una respuesta a aquellas «cuestiones de gran relieve para la vida de la fe» de las que hablaba Benedicto XVI en la Declaratio del 11 de febrero 2013. Con el Jubileo de la Misericordia el Papa Francisco afronta el reto de la fe. La Misericordia, por una parte, evita que la fe se encalle en los arenales de la ideología religiosa y, por otra, comunica el verdadero rostro de Dios. Y lo hace reafirmando que solamente se puede comunicar este rostro mediante una plena escucha de la humanidad de hoy. Éste es un tema radicalmente Conciliar: el tema de la relación entre la Iglesia y la historia.
Escribe Francisco en la Misericordiae vultus: «La Iglesia siente la necesidad de mantener vivo este evento [o sea, el Concilio Vaticano II]. Para ella iniciaba un nuevo periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre» (n. 4).
Y esto, en el fondo, es también el significado último del Jubileo de la Misericordia: una nueva etapa de la evangelización de siempre, que sin embargo impone un cambio de paradigma, en el sentido de que no parte de la deducción de un nivel abstracto e ideal de enseñanzas, sino desde abajo, de la historia, de la experiencia del pueblo de Dios que se halla en camino en la historia. A veces por caminos abiertos y bien asfaltados, otras por sendas accidentadas. La certeza es que el Padre «nos envía a su Hijo para que camine con nosotros».