Fortalecer el afecto por la democracia - Alfa y Omega

Lejos de sentir miedo, las noticias que llegaron el 6 de enero desde EE. UU. reafirmaron mi credo democrático. Confieso que creo fervientemente en la democracia. Y creo en ella, entre otras razones, porque es el sistema político y de gobierno que mejor pueden realizar la dignidad y la libertad humana. Así lo ha escrito la doctrina social de la Iglesia, que jamás ha cuestionado el principio de elección popular del poder político, el pluralismo de las mediaciones políticas, la realización de la doctrina de los derechos humanos, así como tampoco los principios fundamentales del Estado de Derecho en los que se asienta la democracia representativa.

Otra cosa es que desde León XIII hasta nuestros días, el magisterio sociopolítico de la Iglesia haya ido poniendo sobre la mesa temas relativos, fundamentalmente, al valor y alcance de los procedimientos democráticos de toma de decisiones, a la reciprocidad derechos-deberes, a las relaciones entre fe cristiana e ideologías y utopías políticas, o cuestiones como la separación Iglesia-Estado y la autonomía de la política. Sin lugar a dudas, el magisterio de la Iglesia ha contribuido al fortalecimiento del sistema político democrático.

Sin embargo, no sé qué razones han hecho que entrado el siglo XXI la democracia haya ido perdiendo en nuestras comunidades el afecto que hizo posible su consolidación tras la Segunda Guerra Mundial. Ya sea por el renacer de un pensamiento reaccionario que ve en la política el instrumento de realización de su particular concepción del cristianismo, ya sea por la proliferación de corrientes que en nombre de la justicia social dicen defender el ideal de una democracia popular, ya sea por la indiferencia o la falta de formación, no parece que el credo democrático goce de muy buena salud.

Ya va siendo hora de tomarse este asunto en serio. No porque la democracia deba realizar el ideal de vida cristiano, sino porque un compromiso político auténtico (¿no se espera eso de un ciudadano cristiano?), solo puede estar unido a una auténtica democracia. Y no lo digo yo, lo escribió san Juan Pablo II.