Desde hace muchos años, en los salones parroquiales se reúnen varios grupos. La función original de esos salones era la de comedor social, pero nos derrotaron los obstáculos burocráticos. Para dar uso a esa sala ya el anterior párroco, el padre Juan Emilio Sarmiento, permitió que varios grupos de Alcohólicos Anónimos se reunieran. Últimamente se ha añadido otro grupo de Drogadictos Anónimos. Todo lo malo se pega, así que, cinco días a la semana, tienen reunión.
El alcoholismo está muy extendido aquí. El alcohol es muy accesible, y en este lugar las palabras del apóstol Pedro en Hechos, 2, 15 no se pueden aplicar. Alguna vez los guardias de tráfico me han parado a las ocho de la mañana, para que fuera testigo de la prueba de alcoholemia de un individuo muy perjudicado a tan temprana hora.
El problema lo es para el implicado y para sus familias. En los hospitales, cuando tienen una crisis, les ponen una inyección que los ayuda un tiempo, pero no cura la dependencia psicológica, que es la peor. Y ahí entran los grupos de Alcohólicos Anónimos. Lo que más me llama la atención es la fidelidad. No faltan ni en invierno, cuando la nieve rodea la iglesia, ni en verano, cuando la mayoría se ha ido a pasar unos días a la dacha.
A partir de las seis de la tarde, cuando abro la reja que da acceso al territorio de la iglesia, empiezan a llegar. Solos o en pequeños grupos. Con alguna bolsa con cosas para compartir (después de la reunión toman un té y comen una pasta). Con paso decidido.
De vez en cuando bajo a saludarlos. Hay gente de toda clase y condición. Con y sin estudios, con coches de segunda mano y con cochazos, jóvenes y menos jóvenes. Las reuniones son muy vitales, de compartir vida, y, sobre todo, de apoyo mutuo.
Yo, de verdad, los admiro. Reconocer que tienes un problema que te acompañará toda la vida, enfrentarte a él y luchar para que no te afecte es meritorio. Y ayudar a otros con tu testimonio, igualmente. Rezo por ellos. Os pido que lo hagáis también.