Fernando III, el Santo: El arte de reinar
La Iglesia celebra el 30 de mayo la memoria de Fernando III el Santo. Su reinado fue fundamental para la historia de España. El año 1236, en el avance de la Reconquista, el rey convirtió en templo cristiano la mezquita de Córdoba. Hombre abierto, dado más a la construcción que a la destrucción, quiso conservar, sin embargo, su belleza artística y arquitectónica
Aún con la resaca de las elecciones europeas, en un ambiente de escepticismo político, a la sociedad herida por el mal gobernar, la Madre Iglesia nos ofrece mirar a Fernando III el Santo. A este rey se debió el auge -político, jurídico, militar, cultural, económico- de los territorios hispánicos en el siglo XIII. Su compromiso con su tiempo y con la institución real no sólo no fue un obstáculo para su santidad, sino el medio para alcanzarla. Guiado por un alto ideal, guerrero en aras de la Reconquista, capitán en vanguardia, promovió paradójicamente la unidad y la paz. Huellas de sus victorias fueron las catedrales de Burgos, Toledo, León, Osuna y Palencia. El Fernando III, artífice decisivo de la historia de España, recobró para la cristiandad la mezquita de Córdoba, levantada sobre una antigua basílica visigoda, además de jalonar de iglesias la ciudad, construcciones conocidas como iglesias fernandinas. Caballero de Cristo, siervo de Santa María y alférez de Santiago, Fernando III se mostraba reacio a que se le rindieran a él honores por el triunfo; daba gloria en cambio con las iglesias que mandaba construir a Aquel a quien servía en su tarea de rey.
Este artículo del poeta y ensayista P. Félix García, recuperado de la Hemeroteca del ABC, hace una bella semblanza biográfica de Fernando III el Santo.
El arte de reinar
Es el arte más arduo y de más difícil aprendizaje. Y acaso, miradas las cosas en todo su comprometido alcance, el arte menos apetecible, aunque, por paradoja, el más apetecido. Porque si reinar es función de servicio y donación de sí mismo más que ejercicio de señorío y de provecho particulares, por fuerza se deduce la responsabilidad incalculable y la capacidad de sacrificio y de entendimiento que presupone ese arte de reinar con humildad y señorío a la vez, de modo que el gobierno sea alivio y seguridad de los gobernados y no gravamen y descontento como acontece cuando los reyes reinan, pero no gobiernan.
El arte de reinar es, sin duda, el arte más acabado entre todas las formas de gobierno, por lo menos teóricamente, y siempre que no siga siendo Maquiavelo el clásico preceptor, para reyes y gobernantes, de astucia, de marrullerías y de artes no siempre recomendables en el juego limpio de saber reinar. Cisneros, como gobernante, y San Fernando, como rey, nos darían el prototipo del anti-maquiavelo perfecto.
Y es que los santos y ascetas -en disconformidad con apreciaciones vulgares poco fundadas- no discurren por la Tierra como ajenos a la vida del mundo, en una perenne trasposición contemplativa de las cosas y de los hombres. Son, es cierto, los grandes conocedores de Dios y de sus caminos; pero, a la vez, son los más sabios poseedores y usufructuarios más expertos de las cosas de este mundo, que ellos saben ordenar y referir a lo divino en su condición instrumental y jerárquica para la consecución de lo temporal en función de lo eterno.
Ahí está, por ejemplo, en confirmación de lo dicho, la gran figura de Fernando III el Santo, Rey de Castilla y de León, y Rey, sobre todo, de sí mismo y «muy señor de su ánimo», por la posesión de Dios y la categoría de su espíritu. Supo mucho del gobierno de este mundo transitorio; pero supo mucho más del gobierno y regimiento de sí mismo, que es el principio de saber regir a los demás. Fue dueño y señor de hacienda y heredades, pero supo vivir desprendido de ellas, en beneficio de los demás, para que su posesión no le entorpeciera el dominio y señorío de su propio espíritu. Fue político y guerreador de sagaz mirada y poderoso brazo, pero entendió más de la política del reino de Dios y del batallar con las potencias adversas al imperio de Dios en el alma. Todo hubo de dársele en colmada añadidura, porque atendió, en primer término, a implantar el imperio de la justicia, que es la fuente de la paz, sin la cual no puede haber prosperidad durable en los reinos de este mundo.
San Fernando es el ejemplo más cabal de cómo se puede emplear digna y altamente la vida en el servicio asiduo y leal de la nación y del bien común, sin detrimento del servicio de Dios; de cómo nunca se sirve mejor y más logradamente a los intereses legítimos de la vida y de la comunidad que cuando se sirve a Dios en espíritu y en verdad, que es el modo mejor de entender y gobernar al prójimo. No era, ciertamente, el simple amor a la gloria lo que impulsaba a aquel ánimo generoso, sino la idea predominante de una patria unida, congregada en la paz, ennoblecida y sustentada por la vigencia del Evangelio, sin alteraciones acomodaticias.
Combatía con justicia -se ha dicho-, y la voz de la conciencia, satisfecha, le daba seguridad y la licitud de la victoria. «Señor -exclamó un día delante de su Consejo-, Tú sabes que no busco una gloria perecedera, sino solamente la gloria de tu nombre». El se consideraba como caballero de Dios. Reiteradamente confiesa tener gran honra en ser denominado «siervo de Santa María». Y es -según frase suya, que vale por una apología histórica- el alférez del Señor Sant-Yago. Grandes mercedes e honras e bienandanzas -pone la Crónica General en boca del Rey- nos fizó et mostró Aquel que es comienzo e fuente de todos los bienes, e esto non por los nuestros merecimientos, mas por su gran bondad, e por la su gran misericordia, e por los ruegos e merecimientos de Cristo, cuyo caballero nos somos, e por los ruegos de Santa María, cuyo siervo nos somos, e por los merecimientos de Sant-Yago, cuyo alférez nos somos, e por los merecimientos de Sant-Yago, cuyo alférez nos somos, e cuya enseña traemos, e que nos ayudó siempre a vencer». Ese texto es revelador para penetrar en la psicología del santo y en la interpretación de su reinado glorioso. Toda la vida del gran Rey fue una sucesión de aciertos. Él es el artífice de aquel espléndido renacer cristiano y nacional del siglo XIII. Se adelanta a su época en la visión política de lo que ha de ser un reino fundamentado en la unidad y en la paz. Y la aspiración a la paz, como clave del imperio, por él genialmente presentido y preparado, es la que alienta en todas sus empresas y proyectos de expansión y de renovación.
Después de los esfuerzos y aciertos de su reinado, van a ser posibles en España los días renacientes de más ascensión y encumbramiento. España adquiere con él cohesión y configuración internas. Y una razón decisiva de ser. La tendencia a la unidad y la concordia se impone, y con ello la consecución de una paz deseada. Él pone coto a los separatismos y rebeldías de señores y ambiciosos; une los reinos de Castilla y de León; elimina a los elementos de discordia, es decir, a los moros de África, confirmándolos en sus dominios, pero con la visión certera de ganarlos algún día para la unidad; presta atención a cuantas iniciativas puedan contribuir al engrandecimiento de la nación, y lo mismo protege munificentemente a los guerreros que a los trovadores, juristas y sabios, que son la flor del reino; crea la Universidad de Salamanca, dotándola de los profesores más doctos de dentro y de fuera de la Península; lleva a cabo la gran obra de unificar la legislación, mandando traducir el Fuero Juzgo y fundando el Consejo de doce varones para que le asesoren en la gran empresa; trata por todos los procedimientos de suavizar las leyes penales hasta entonces vigentes; presta su protección decidida a arquitectos, escultores y artistas, a médicos, astrónomos, jurisconsultos e historiadores; declara lengua oficial el habla noble y grave de Castilla; en medio de los afanes múltiples de las guerras presta un impulso poderoso a la agricultura y al comercio, y en la retaguardia de la paz se van levantando las maravillas catedralicias de Burgos, Toledo, León, Osuna y Palencia.
San Fernando hizo una España libre de enemigos interiores y exteriores «de mar a mar». Bien pudo decir a su hijo Alfonso el Sabio estas palabras testamentarias: «Fijo, rico en fincas de tierra e de muchos buenos vasallos te dejo, más que Rey alguno de la Cristiandad. Trabaja por ser bueno e facer el bien, ca bien has con qué». Y como remate a sus consejos le despide así: «Sennor te dejo de toda la tierra de la mar acá, que los moros ganar ovieron del Rey Rodrigo. Si la en este estado en que la dexo la sopieres guardar, eres tan buen Rey como yo; et si ganares por ti más, eres mejor que yo; et si desto menguas, non eres tan bueno como yo».
He ahí un arte de buen reinar, que no necesita condicionales ni apelativos.
P. Félix García