Farfullero - Alfa y Omega

La respuesta de Arcadi a la tragedia de Montealto no se ha hecho esperar. Está en su derecho, pero debería dejar de simular que su análisis nace del puro conocimiento y no de su incredulidad, que no es más que otra forma de creencia. El grado de balbuceo en las palabras de esa familia no merece desprecio, ¿quién no titubea ante el misterio del mal? ¿Acaso no es su artículo otra cosa que un enorme farfullo? Con todo, no quisiera limitarme en estas líneas a enarbolar el credo quia absurdum, porque la fe desea entender mucho más que la incredulidad.

La cerrazón y la arrogancia de Arcadi podrán dar por zanjada la cuestión al haberse erigido en abanderado de un dolor que no le pertenece; pero al callar, por fin, el misterio seguirá ahí, irresuelto. Optar por el sinsentido obliga a erradicar la pregunta misma a la que él pretende responder; lo cual, además de contradictorio, es infinitamente más cruel con el sufriente, obligado ahora a extirpar su pregunta y la esperanza indeleble de un sentido. La acusación de agresión a lo real se vuelve contra él mismo. Por el contrario, la fe busca entender aun a sabiendas de no agotar el misterio, por mucho que se adentre en él. Por eso déjenme a mí también balbucir.

Lo que los padres intentaban mostrar es su confianza en la providencia; su mayor o menor exactitud al expresarlo habla solo de su sencillez. La providencia es el misterio del actuar divino en el que el creyente se apoya ante el misterio del mal y del dolor. Claro que la vida de esa niña no es cuantificable ni intercambiable por conversiones, y es bastante difícil de creer que los padres soporten estos momentos a base de anotaciones contables. Solo leería de ese modo la carta alguien que ya casi tuviera escrito de antemano su artículo de reprimenda. En mi opinión debe leerse dicha carta desde el perdón espontáneo dado a la mujer que provocó el accidente, que esconde una realidad más amplia que todas las explicaciones que puedan darse, como supo ver Jorge Bustos.

Lo que entiendo que late detrás de las palabras de esos padres es el reconocimiento del Dios vivo en medio de tanto dolor, que ni abandona en los sufrimientos ni se ve superado por el mal. Reconocer que Él sigue actuando en medio del drama permite creer que a Dios no se le ha escapado la historia de las manos, que salva de un modo misterioso todo naufragio de la libertad. Su acción no resuelve hoy la muerte de ayer, pero tiene visos de un sentido misterioso que está por venir. Él no justifica el mal y el dolor en aras de un bien cuantitativamente mayor: a Dios no le convienen los sufrimientos, pero es capaz de hacerlos florecer. Sin eliminarlos, puede superarlos.

Dios salva atravesándolos con nosotros, soportándolos y sufriéndolos en persona, sin otro fin que dar carta de realidad a nuestra libertad, y posibilitando que vayamos más allá de sus trágicas consecuencias. No permite el mal para sacar ventaja, sino que se mancha las manos al sostener la libertad incluso cuando hace el mal, comprometiéndose para que no tenga la última palabra. Si Él está, nada debe darse por perdido, ni siquiera la muerte. Semejante realismo debería ser vitoreado por Arcadi, porque la fe sencilla no necesita negar ni un solo factor de lo real: ni el dolor ni la añoranza, ni la ausencia de la niña ni la presencia del Misterio, ni las preguntas ni la esperanza. Componer todos estos factores armónicamente en una carta quizá sea más una oración de la razón que una reducción racional utilitarista, y esto es quizá lo que el periodista pasó por alto.

Decía Ratzinger que, frente al idealismo y el nihilismo —que afirman, respectivamente, la forma predeterminada del mundo o su absoluta deformación— el cristianismo había descubierto que todas las cosas tienen forma de libertad. Lo cual, me parece, debe completarse con aquello de san Ireneo: para que eso pudiera ser así, todas las cosas debían de tener también forma de cruz. Y el fin de la historia, donde se resuelven estos dos polos de la realidad, son las misteriosas llagas del Resucitado.