Siempre he sido una apasionada de los programas de alfabetización. Me inicié con ellos en la Educación Popular, en la década de los 80, a través de las aulas de educación de personas adultas. Pablo Freire y su pedagogía liberadora fueron entonces nuestra inspiración. Sus ideas se convirtieron casi en dogmas de fe para una generación en la que la apuesta por la democratización de la cultura y el conocimiento hacia arder nuestro corazón:
Nadie educa a nadie –nadie se educa a sí mismo–, las personas se educan entre sí con la mediación del mundo.
Educar no es trasferir conocimientos, sino crear la posibilidad para su propia producción o construcción.
Han pasado muchos años desde entonces pero me sigue conmoviendo cada vez que una persona adulta escribe sus primeras palabras y frases y se atreve a mostrarlas o a leerlas en público. Hace una par de noches lo experimenté nuevamente al recibir un whatsapp de un amigo bangladesí que acaba de conseguir su solicitud de asilo y su aprendizaje de la lengua castellana va siendo cada vez más fluido. Su whatsapp sustituyó en este caso al papel y al lápiz tradicional: «Ezperu que ejtes bien yo mui contento de aprender spañol».
El aprendizaje de la lengua de la sociedad de acogida es el primer paso para la integración y las personas migrantes lo saben. De ahí su esfuerzo por hacerlo, pero Pablo Freire tenía razón: «Nos educamos juntos en interacción con el mundo», y también nosotros hemos de abrirnos a los saberes y a las culturas de estos nuevos vecinos. De lo contrario Amin Maalouf ya lo predijo: «Cuando aquel cuya lengua estoy aprendiendo no respeta la mía, hablar su lengua deja de ser un gesto de apertura y se convierte en una acto de vasallaje y sumisión». ¿Cómo no terminar viviendo juntos en mundos separados? ¿Cómo pasar de la mera coexistencia a una autentica convivencia?