Exaltación de la cruz - Alfa y Omega

Exaltación de la cruz

Fiesta de la Exaltación de la Cruz / Juan 3, 13-17

Carlos Pérez Laporta
Foto: Cathopic.

Evangelio: Juan 3, 13-17

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:

«Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios».

Comentario

Hoy celebramos la exaltación de la cruz, fiesta que choca con nuestro entendimiento. La exaltación de la cruz se nos presenta como un oxímoron, porque la palabra cruz parece querer decir exactamente lo contrario de lo que dice la palabra exaltación. De otro modo, ¿qué parte de la cruz nos atreveremos a decir que eleva? ¿Los clavos? ¿La desnudez? ¿La asfixia? Es cierto que Jesús ironiza con la altura a la que se sitúa el crucificado: la crucifixión implica una cierta elevación física por encima del suelo. Pero nadie en su sano juicio vería la alzada de la cruz en paralelo a la digna altura de un trono. Jesús, al subirse a la cruz, desciende aún más por el límite de lo humano. Recorre el ridículo, la crueldad, el abandono, el dolor. Todo lo más bajo. Ese ascenso es un descenso a lo peor de la humanidad, a los infiernos de lo humano. El ascenso físico implica una decadencia moral.

Pero si está ahí en lo alto la miseria moral de la humanidad, los hombres ya no pueden bajar la mirada humillados. Cuando se avergüencen de sus bajezas tendrán que levantar la vista bien alto, hacia el crucificado. Toda su iniquidad está en Cristo, en su cuerpo destrozado, en su alma angustiada, en su corazón agotado. Es imposible mirar las propias vilezas en otro sitio que no sea en el cuerpo de Cristo. Son suyas, le pertenecen, las ha comprado con su vida. Por eso es imposible humillarse por los propios pecados si enorgullecerse por Cristo. Es así como la vergüenza comunica con la exaltación: si nuestros pecados nos apenan, nos alegra Cristo. No hay distancia entre Cristo y nuestro pecado. Lo más bajo está en lo más alto clavado. La pena por el pecado coincide siempre con la alegría que Cristo es en nuestro corazón.