Homilía de cierre de visita pastoral del arciprestazgo de Alcobendas-San Sebastián de los Reyes
En este tiempo en que nos reunimos aquí en un día concreto, esta preciosa imagen de Iglesia que camina en esta zona, con el vicario que ha acompañado la visita pastoral, con vuestro arcipreste que nos recuerda esta vocación de trabajar juntos, de dar respuesta y de hacer este rostro precioso de Iglesia que tenemos, donde estamos todos y donde nos identificamos todos como la Iglesia que camina en este lugar y que intenta mirar al futuro —que eso es la visita pastoral—. Con vuestros sacerdotes. Con las comunidades religiosas también de este arciprestazgo. Con los diáconos, con los seminaristas y con todas las familias; con todos los consejos pastorales que estáis aquí también y que también hemos tomado conciencia en este tiempo —y hace un momento también— de nuestra responsabilidad en la evangelización, también desde la vocación que cada uno hemos recibido.
Hoy se nos regala la parábola del hijo pródigo. Es esa parábola que nos enseña que no todo está perdido, que es voluntad de Dios que no se pierda ni uno solo de sus pequeños. Una parábola que nos evoca ese estar a veces sin hogar, estar dispersos —como hemos dicho también en algún momento de los encuentros—. En ese momento se nos regala la alegría, la alegría del proyecto de Dios sobre los proyectos que tenemos, que a veces se nos quedan pegados como el polvo del camino de ir cada uno a lo nuestro.
La parábola se cuenta a los que decían que eran religiosos, a los piadosos, a los de siempre que murmuraban contra Jesús porque Jesús no hablaba con los que ellos esperaban que hablara. Ellos, tristes y rígidos, se escandalizan de que Jesús haga lo que ellos no harían; y, en lugar de escuchar a Jesús, murmuran y le critican. ¿Por qué? Porque Jesús les cambia los esquemas, porque Jesús sale continuamente y sale a lugares que ellos no consideraban sagrados, pero Jesús así lo entiende. Porque Jesús va con mala gente; porque come, bebe y ríe y habla de un Dios distinto que ellos no están dispuestos a admitir, y lo demuestran hasta crucificarle. Un Dios que les pide cosas que aparentemente no tenían que ver con la religión: ir con los leprosos, cambiar el corazón, perdonar al enemigo, no usar la violencia en un mundo violento. Sin embargo, ellos creían tener a Dios y Jesús les habla de otro Dios.
A nuestra Iglesia, a nuestras parroquias, ¿no tendrá que decirnos algo nuevo este Dios que Jesús nos trae? ¿No nos tendrá que dar un paso también como a aquellos religiosos de aquel momento? ¿No tendremos que dejarnos atrapar también por Jesús para entender a un Dios que siempre es distinto de lo que pensamos?
En esta visita pastoral hace un momento escuchábamos la llamada a ser comunidad y lo decíais unos y otros; la llamada que vamos notando es que el Espíritu nos va diciendo: vamos a estar bajo el mismo techo, vamos a caminar entre los miembros de los distintos grupos, de nuestras comunidades, entre las distintas presencias de vida eclesial dentro del arciprestazgo, vamos a hacer Iglesia. No venimos a hacer cosas, venimos a estar juntos, a dejarnos evangelizar y convertir por este Padre que siempre nos cambia los esquemas y que está por encima de muchas ideologías, incluso de muchas creencias que tenemos. Siempre nos desborda, porque el Amor siempre desborda, siempre.
Pero el hijo menor nos retrata: ¿para qué estar juntos? Es mejor y más eficaz que cada uno haga las cosas como tiene que hacerlo. Además, con la herencia del padre, con lo que nos ha dado el padre nosotros nos apañamos. Aparecen los celos, el resentimiento y la desconfianza entre los hermanos. ¿Para qué complicarse la vida si yo puedo ir a mi aire? ¿Para qué? ¿Merece la pena?
O nos encerramos cada uno en lo nuestro y creemos que no necesitamos a los de al lado, o nos alejamos también de Dios. A veces nos vamos a otros hogares o a otros sucedáneos creyendo que lo hacemos muy bien, pero nos vamos a otros sitios donde no está el Padre y tampoco están los hermanos, cuando nos falta este discernimiento, cuando son mis caprichos, mis ideas o los de mi grupo las que se ponen al principio de todo o mis necesidades, quizá nos encerramos o nos vamos y, poco a poco, nos alejamos.
El hijo menor fracasa y se queda solo. Tenía dos caminos: dejarse llevar, eso de no pensar, no rezar, no discernir; cuánta gente se aleja de la vida de la Iglesia no porque sean malos, simplemente porque se dejan llevar, se alejan de la comunidad y se quedan solos. O el otro camino que tenía este hijo menor es darse cuenta de hasta dónde ha llegado, es darse cuenta del pecado. Él se da cuenta de que no era un cerdo, de que era el hijo de su padre y hermano del otro hijo; cuando se da cuenta de quién es, se atreve a volver —aunque solo sea por el hambre que tenía—. Vuelve aunque esperaba ser regañado, pero vuelve a casa, que es lo que el padre estaba anhelando. Por eso el padre —como a cada uno de nosotros, como a cada una de nuestras comunidades— sale a buscarle.
La pregunta es si seremos capaces de volver la casa. Si seremos capaces de traer también a la parroquia y a la comunidad tantas cosas que vivimos solos alejados de Dios. Si traemos también las cosas que no funcionan, si somos capaces de ponerlas en la parroquia y en la comunidad no solo en mí y en lo que yo pienso. La pregunta es si seremos capaces de que en nuestra Iglesia las relaciones y los vínculos vayan creciendo. Que nos demos cuenta de que el Señor tiene un proyecto sobre todos nosotros, un proyecto misionero que compartimos y que es comunicar la Esperanza a nuestros vecinos y hacerlo desde esta misión que compartimos.
Lo más difícil es si seremos capaces, una vez acogidos por el Señor, de salir a acoger a los hijos pródigos, a tanta gente que viene a nuestras parroquias y que se acerca con tantos dramas, con tantos sitios visitados; y si somos capaces como este padre bueno de acogerla sin preguntarle más y vestirla de la dignidad que siempre tiene.
Pero aún queda más para retratarnos: es este hijo mayor, que también hoy en esta visita pastoral y en esta celebración nos interroga. Este hijo mayor que también tiene mucho que ver con nosotros, porque vive en la casa del padre, come con él, le ve a menudo, habla con él, pero como decís los padres más mayores a los hijos «esta casa parece un hotel». Es decir, utiliza la casa para comer, coge lo que quiere y ya está.
Este hijo mayor es muy bueno, pero es un jornalero y no es un hijo; y, lo peor, vive con resentimiento exigiendo. Es aquello de «tú me das y yo te doy», «ya bastante hago con esto, si yo ya participo», «si yo ya en la Iglesia colaboro», «si yo ya…», y «tú me tienes que dar porque yo te doy». Si el pequeño se marchó este no tuvo agallas para hacerlo, solo va a la casa para usarla.
El Padre sale hoy de nuevo y nos invita a entrar en la casa, pero entrar como hijos y no estar exclusivamente, sino también entrar con todos los pródigos que está dispuesto a abrazar. El Padre nos invita hoy y nos dice —como se nos dijo aquel Miércoles de Ceniza— «conviértete y cree en el Evangelio», que de eso se trata, no en otra cosa: en el Evangelio como núcleo. Eso nos lleva a saber dónde estamos y eso nos lleva —como se nos ha dicho— a reconciliarnos; reconciliarnos con Dios, con el hermano menor y con el hermano mayor para cumplir su sueño: todos bajo el mismo techo. Porque este padre no se cansa de salir y de abrazar a todo aquel que se acerca cerca de la casa.
Por eso, queridos hermanos, en este precioso momento de celebración donde bajo el mismo techo estamos todos, donde queremos dejarnos llevar por esta fuerza de este Padre que nos abraza, que se esfuerza y que sabemos que su sueño es que estén en los hijos juntos, en este momento le presentamos también los pequeños pasos que vamos dando en nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestra Iglesia. Pasos que se resumen en tres cosas con las que quizá podemos concluir esta visita pastoral:
—La necesidad de compartir la misión, de darnos cuenta de que tenemos una misión que está fuera de nosotros: nuestra misión de salir juntos como Iglesia a recibir a todos los hijos que vienen a la casa del Padre y nos toca hacer juntos; de manera que en todos los lugares a los que alguien se acerque a cualquiera de nuestras parroquias y comunidades, se encuentre los brazos tendidos del Padre siempre. Que sepamos que esa es la misión a la que estamos todos convocados.
—Lo segundo es el profundizar —como antes hemos visto también en la reunión de los consejos pastorales— en nuestra identidad cristiana. Es tiempo no simplemente de dar las cosas por supuestas, sino de entrar en nuestra condición bautismal, en saborear nuestra vocación como laicos, como consagrados, como consagradas, como sacerdotes, como diáconos. Entrar en la vocación bautismal y saborearla desde ahí. Es necesaria —como os decía— esa reiniciación cristiana, ese redescubrimiento de nuestra vocación, porque es lo que nos va a hacer caminar juntos.
—Y, por último, si la primera es misión, si es la identidad, el aprender a crear comunidad. Sí, se necesita, y vosotros lo habéis dicho y me lo habéis dicho, por eso os lo pongo aquí: el revitalizar nuestras comunidades y la gran comunidad, la gran presencia de la Iglesia en medio nuestro mundo.
Gracias de verdad. Gracias por hacerlo posible, porque Dios sonría hoy un poco más porque ve a sus hijos juntos en la misma casa. Gracias por entrar y gracias por abrir los brazos y recibir, porque Jesucristo se esforzó por darnos y por abrirnos las puertas al corazón de este Dios.