Estamos llamados a ser apóstoles del diálogo
Si me interesa conocer a la otra persona, también en consecuencia me interesaré por cómo vive su fe en otra Iglesia o en otra religión
San Juan Pablo II, en su importante documento para la formación sacerdotal Pastores dabo vobis, habló del sacerdote como «hombre de la comunión» y, por ello, «de la misión y del diálogo» (cf. n. 18). Y él mismo fue «apóstol del diálogo», entre tantas otras cosas. Desde el Concilio Vaticano II, todos los católicos hemos sido llamados al diálogo, ya desde la encíclica de Pablo VI Ecclesiam suam. Esta lo presenta en varios círculos concéntricos: desde toda la humanidad hasta el interior de la Iglesia católica. Dos de esos diálogos son el ecuménico, lanzado con vigor con el decreto Unitatis redintegratio; y el interreligioso, con la declaración Nostra aetate, que acaba de celebrar 60 años.
No son pocos los católicos (y los seres humanos en general) a quienes la palabra «diálogo» provoca cierta alergia. Los motivos son múltiples: el miedo a perder o comprometer la propia identidad, la seguridad que da permanecer en mi zona de confort o quizá una mal entendida o anacrónica visión del mandato misionero de Cristo. Recordemos cómo definía san Pablo VI el diálogo. Le dedica toda una parte (la tercera) de su encíclica programática Ecclesiam suam, donde esa palabra sale 61 veces. Me ha parecido siempre muy iluminador el número 37 —pero seguramente es bueno leerla y releerla toda cada tanto tiempo, porque sigue siendo muy actual—. Dicho número afirma: «Nos parece que la relación entre la Iglesia y el mundo, sin cerrar el camino a otras formas legítimas, puede representarse mejor por un diálogo, que no podrá ser evidentemente uniforme, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias reales; una cosa, en efecto, es el diálogo con un niño y otra con un adulto; una cosa es con un creyente y otra con uno que no cree. Esto es sugerido por la costumbre, ya difundida, de concebir así las relaciones entre lo sagrado y lo profano, por el dinamismo transformador de la sociedad moderna, por el pluralismo de sus manifestaciones como también por la madurez del hombre, religioso o no, capacitado por la educación civil para pensar, hablar y tratar con la dignidad del diálogo».
En un Madrid cada vez más lleno de gente que no es «como nosotros», que ya no podemos simplemente dividir entre practicantes y no practicantes o alejados, tenemos este mandato de la Iglesia de dialogar, como una de las formas de evangelización. ¿Y cómo dialogar? Esto daría pie a mucho y aquí no nos da tiempo a abordarlo en profundidad, pero doy solo una clave para empezar: el interés por el otro. Si me interesa conocer a la otra persona, lo que vive, también en consecuencia me interesaré por cómo vive su fe en otra Iglesia o en otra religión. Y si la otra persona percibe ese interés sincero, que me importa, es muy posible que antes o después ella se interese también por ti y por lo tuyo. Y en este «lo tuyo» tienes que estar bien convencido y formado; si no, no habrá un diálogo verdaderamente enriquecedor.
En esta nueva evangelización estamos llamados a ser apóstoles y, por ello, apóstoles del diálogo. No nos quedemos encerrados en nuestras sacristías. Por mi experiencia puedo decir que, saliendo más allá de mis fronteras, mi fe y mi vocación sacerdotal se fortalecen y van adquiriendo siempre nuevos tonos y sabores cada vez más ricos. Recordemos que ha sido el Señor el primero en salir y ponerse en diálogo con el hombre: «Adán, ¿dónde estás?».