Esquivel místico: retrato espiritual del siglo XIX
Asociado al retrato romántico, el pintor sevillano es un digno artista religioso. Su obra aúna un impoluto lenguaje académico con la plasmación de una trascendencia tan emotiva como real
La exposición Esquivel místico, organizada por el Museo Nacional del Romanticismo de Madrid con motivo del centenario de esta institución, supone toda una sorpresa. Si normalmente asociamos el nombre del pintor Antonio María Esquivel (Sevilla, 1806-Madrid, 1857) con el retrato romántico, la muestra nos descubre a un digno representante de la singular y pródiga espiritualidad decimonónica. Por paradójico que parezca, al margen de la Ilustración o el positivismo, o quizá gracias a la reacción que generaron, el siglo XIX vivió un notable despunte de la cultura y la piedad cristiana. Sobresalen las abundantes órdenes religiosas fundadas por entonces, junto a unas manifestaciones estéticas que exaltaban el neogótico cual paradigma de unas creencias a recuperar, así como esa anhelada aspiración trascendente tantas veces recreada por escritores y artistas del Romanticismo o el simbolismo.
En este contexto se ubican los cuadros de Esquivel reunidos en esta pequeña exposición hasta el 26 de enero. La muestra surge a partir de la restauración de alguno de los óleos exhibidos, así como de una serie de nuevas adquisiciones. A través del recorrido apreciamos hasta qué punto la demanda de pintura religiosa durante el siglo XIX no se circunscribió exclusivamente a la Iglesia, sino también a una emergente burguesía ávida de aquellos temas; bien por emulación de la aristocracia y la realeza, otrora mecenas del arte sacro; bien gracias a cierta piedad no ajena a la preceptiva ostentación que alentaba el genial creador sevillano entre los próceres de dicho estamento.
La dedicación de Esquivel al retrato, amén de su formación sevillana, marcada por los presupuestos murillescos, no fue ajena a su iconografía sacra, sin menoscabo de su reconocible personalidad. Así acontece con Santas Justa y Rufina (1844), donde se sustituye la tradicional y feliz visión de las veneradas hermanas hispalenses flanqueando la Giralda por otra desgarradora imagen, en la cual ambas mujeres abrazadas reflejan en sus rostros la tragedia de la muerte mientras esperan la palma del martirio. Trágicas emociones y sentimientos no muy disímiles a las que observamos en Judith entregando a su criada la cabeza de Holofernes, presentada al público por primera vez —tras su restauración en el Instituto del Patrimonio Cultural de España— desde la exposición de 1848 en el Liceo Artístico y Literario.
Este lienzo nos lleva a la importante producción que Esquivel consagró al Antiguo Testamento, como Agar e Ismael en el desierto (1856). Tales asuntos, en cierto modo, también le sirvieron para exhibir su impoluto lenguaje académico, centrado en una perfecta recreación historicista gracias a su pericia para el dibujo, para el análisis de expresiones y gestos, así como para la plasmación de una trascendencia tan emotiva como teatral.
La exposición incluye cuatro de los siete apóstoles que efectuó por encargo del deán López Cepero para la fallida renovación del coro de la catedral de Sevilla en 1837. En las cabezas de san Mateo, san Felipe o san Pablo, constatamos, una vez más, el virtuosismo del autor para el retrato psicológico. Habilidad que también apreciamos en Las tres Marías y san Juan. A través de sus gestos y actitudes, el pintor hispalense analiza y recrea distintas manifestaciones del dolor ante la pérdida de un ser querido, ante la muerte. Sin obviar esas miradas esperanzadoras, fieles, leales y seguras; ademanes y poses que actualizaban las enseñanzas del Barroco sevillano en pro de una pintura que buscaba dialogar con su tiempo.
En definitiva, esta pequeña gran muestra no hace sino evidenciar la espiritualidad del siglo XIX en un contexto histórico tan complejo respecto al hecho religioso como receptivo a una espiritualidad al margen de un materialismo indolente. En medio de tantas vicisitudes, de una sociedad cada vez más laica, frente a la decadencia de la Iglesia como mecenas, Esquivel, al igual que otros artistas de su época, apostó por una renovación que se enfrentaba al discurso de lo políticamente correcto, de una modernidad tantas veces fatua y frívola. A través de su religiosidad, de la recuperación de los modelos sacros, navegó en un mundo que no siempre le comprendió y que tal vez aún no le comprende. Propuestas y retos estéticos quizá no muy diferentes a los de nuestros días.