Espejos libres - Alfa y Omega

Espejos libres

Carlos Pérez Laporta

Plantas y animales fueron creadas por Dios según su especie. Toda su vida quedaba así circunscrita a la forma que Dios había dispuesto en ellos. Su propia biología era todo lo que necesitaban. No así el hombre. Es un ser sin especie propia. La forma humana debía ser la imagen de Otro. Ser hombre significaba ser como otro ser, imitar a Dios. Su vida debía trascender su piel. Debía encontrar a Dios más allá de sus confines, siempre demasiado lejos. Todo acercamiento se veía siempre sobrepasado por una separación mayor. Se sentía solo. Así dispuso Dios la sexualidad, la pluralidad humana, la historia. Imitando a otros hombres tratarían de realizar la imagen de Dios inalcanzable, a la espera del Hombre que fuera imagen del Dios invisible. Imitando su humanidad imitarían su divinidad, y la humanidad habría encontrado, al fin, su sentido.

Esta es, pues, la paradoja esencial del ser humano «que no se puede ser uno mismo más que dejando de ser uno mismo», tal y como defiende Ferran Toutain en el magnífico ensayo Imitación del hombre (Malpaso, 2020). O lo que es lo mismo, «ser hombre significa imitar al hombre» (Gombrowicz). Se trata de una tesis molesta para el hombre contemporáneo. En su ansiedad por individualizarse escoge sus atributos, sin darse cuenta de que ya pertenecían a otros. Cuanto mayor es la caracterización, menor es la particularidad: «Nada se asemeja tanto a la personalidad única como otra personalidad única».

«La mímesis es el hombre», afirmará Toutain. Entonces, ¿dónde queda el yo? Omitida la referencia divina, la identidad personal se mueve entre una oscura preexistencia, como tal imposible, y una historicidad pura, como tal impensable. Así comprendido, el yo tiene algo de kantiano. Es un principio regulador. No puede hablarse del yo como tal, pero sin el yo no puede hablarse de experiencia ni de imitación (¿experiencia de quién?). Aun así, con teología o sin ella, lo que parece claro es que la identidad no puede sino verificarse a posteriori, en la historia, en la imitación de los otros hombres: «El sujeto se revela al actuar», dirá Dante. El yo se re-conoce en la imitación, porque conoce imitando; porque «el alma es de algún modo todas las cosas» (Aristóteles), y porque son las neuronas espejo el vehículo de toda comprensión humana.

Pero la mímesis tiene su aspecto ambivalente. Tanto puede dar espacio a los sujetos como quitárselo. La ideología, decadencia de la función mimética de la política y la religión, «no está destinada a comprender el mundo, sino a negarlo». Transformada en reflejo mecánico, el mundo real desaparece en su juego caleidoscópico, y «permite que individuos aparentemente respetables en periodos de paz no tengan que pagar ni tan siquiera con cargos de conciencia el asesinato de niños».

Contra dicha cerrazón, Toutain propondrá tres «puertas de salida del círculo vicioso». La literatura, el arte y el humor introducen la irracionalidad que sobrepasa la racionalidad imitativa, que recobran en su mímesis el mundo situado siempre más allá de la pura razón.

Así, la literatura «coincide con la experiencia directa de las cosas que cada individuo puede llegar a tener por sí mismo». El arte revela «lo que el intelecto roba a la experiencia sensible, la identidad espiritual de los objetos, el dios de cada cosa». Por su parte, lo irrisorio no es otra cosa que la incapacidad de la imitación de absorber el mundo entero: nos reímos ante la racionalidad (imitación) fallida. A estas tres puertas podríamos añadir nosotros la de la liturgia, cuya racionalidad se mezcla, no con lo irracional, sino con el misterio suprarracional. En resumen, recuperando el hombre la realidad, recupera su libertad de mirada. Por eso decía Gregorio de Nisa que el hombre es un espejo libre, porque puede elegir aquello que desea mirar.

Imitación del hombre
Autor:

Ferran Toutain

Editorial:

Malpaso

Año de publicación:

2020

Páginas:

288

Precio:

22 €