Los casos de violencia de pareja en la adolescencia son un síntoma de un problema social profundo que deberíamos abordar de forma holística. Desde hace años, en la Universidad de Navarra se está desarrollando una investigación analizando los comportamientos de 3.524 adolescentes en violencia de pareja. El estudio revela una evidencia dramática: este fenómeno no es un hecho puntual ni marginal. Es frecuente, está normalizado y aparece antes de lo que muchos piensan. Estos datos exigen actuar sin prejuicios y con urgencia.
La violencia en las parejas jóvenes es una realidad extendida que afecta a todos los entornos sociales, aunque con mayor incidencia en los más desfavorecidos. Lejos de ser un problema exclusivamente masculino, tanto chicos como chicas la ejercen, aunque de formas distintas: ellos, con más frecuencia, a través de la coerción sexual; ellas, a través del maltrato psicológico. Hablamos de relaciones que, en su mayoría, superan los seis meses de duración, tiempo más que suficiente para que las primeras señales de alarma se conviertan en un patrón de sufrimiento.
Otro de los datos que mejor señalan la magnitud y la complejidad del problema es el hecho de que el 53 % de los jóvenes que sufren violencia también la ejercen. No estamos, por lo tanto, ante un esquema simple de víctima y agresor, sino ante una espiral de daño bidireccional que se retroalimenta. La violencia psicológica —ese goteo constante de control, críticas, celos o aislamiento— es la más extendida. Aunque menor, los datos de violencia física y sexual siguen siendo escalofriantes: uno de cada diez adolescentes reconoce ejercerla o haberla sufrido. Los comportamientos también crecen con la edad. Entre los 15 y los 18 años se registran más conductas tanto de control como de coerción social, lo que indica la necesidad de que la prevención comience antes de esta etapa.
¿De dónde brota toda esta violencia? El estudio confirma que no surge de la nada. Muchos jóvenes llegan a sus primeras relaciones con vulnerabilidades acumuladas. Haber sufrido acoso escolar o el consumo de sustancias como el alcohol o el cannabis multiplican el riesgo. A estas heridas se suman los estereotipos de género o los mitos del amor romántico que tanto daño hacen: la creencia de que los celos son prueba de amor, la justificación del control como forma de cuidado, la idealización de la dependencia o asumir roles rígidos deberían ser una señal de alarma. Cuando un adolescente cree que «compartir sus claves es una muestra de confianza», el terreno está abonado para que puedan aparecer conductas abusivas.
Detrás de estos comportamientos se esconde la raíz más profunda que, en mi opinión, podría ser la clave para construir una política de prevención eficaz: la falta de educación emocional. Muchos jóvenes no identifican sus emociones, no logran gestionar la rabia o la frustración y carecen de asertividad que les permita poner límites o pedir ayuda. En ese vacío interior, los conflictos se viven como algo amenazante y la violencia se convierte en una posibilidad. Es aquí donde encontramos la clave para una prevención eficaz y duradera.
La escuela parece un lugar privilegiado para cimentar una cultura del respeto y del cuidado. Los adolescentes pasan allí la mayor parte del día; comparten experiencias, vínculos y conflictos que influyen en la manera en la que se relacionan. Pero la solución no puede limitarse a una serie de charlas puntuales. La prevención real requiere un trabajo constante y transversal en habilidades socioemocionales: la empatía, la regulación de las emociones, la comunicación asertiva y la construcción de una sana autoestima. Cuando estas habilidades se trabajan desde edades tempranas, un joven aprende a frenar la escalada de tensión, a conocerse y valorarse, está más preparado para construir relaciones sanas y para rechazar las que no lo son.
A raíz de la investigación, hemos desarrollado una guía que propone dinámicas prácticas para aplicar en los colegios o institutos. Una de las más eficaces es el diario emocional, un ejercicio guiado que ayuda a los estudiantes a identificar sus emociones y reflexionar sobre ellas. También se incluyen actividades para favorecer la empatía, la comunicación o desmontar creencias dañinas sobre el amor. El objetivo no es solo detectar la violencia presente, sino crear un clima de aula donde las dinámicas tóxicas no tengan espacio. Sin embargo, el trabajo escolar sería insuficiente sin el concurso de la familia. La escuela no puede abordar en solitario un problema que nace y se refuerza también fuera de ella. La familia tiene un papel insustituible. Los padres y madres están llamados a ejercer una autoridad que es, ante todo, acompañamiento. Se trata de educar con normas claras y límites razonables, pero siempre desde un vínculo de cercanía y comunicación auténtica. Sin un vínculo real, el mensaje no acaba de calar. Cuando los padres combinan cercanía y exigencia, disminuye el riesgo de que sus hijos se involucren en relaciones tóxicas. Por eso, es fundamental que los padres identifiquen las señales de alarma —cambios de humor, aislamiento, una dependencia excesiva de la pareja— para poder intervenir a tiempo.
Los datos científicos lo refuerzan: darles educación emocional es protegerlos.