Para los cristianos, la familia ha sido siempre el fundamento del orden social. Mientras nuestra fe dio sentido a la existencia y pudo hablarse de una civilización cristiana, fue aceptada por todos la profundidad de esta alianza permanente entre personas que se elegían para amarse y protegerse, en cualquiera de las circunstancias de la vida, hasta que la muerte llegara para separarlas e integrar a cada una en la promesa individual de la eternidad y la salvación.
La familia ha recuperado su prestigio en estos tiempos desoladores de crisis económica y fractura social. El jolgorio de abundancia material y escepticismo ideológico, de derroche indiferente y frívolo descreimiento, de pobreza de espíritu con la que se decretó el final de la historia y la renuncia a la verdadera calidad de una existencia humana dio paso a una verdad espantosa. Porque si el siglo XX fue, para Albert Camus, el siglo del miedo, el XXI se presentó, descarnadamente, como el de la desesperación. En los años más ásperos del novecientos, el terror político llegó acompañado por utopías laicas, por absolutismos modernos que reducían al hombre a un mero instrumento sometido a los paraísos artificiales y las falsas emancipaciones de los totalitarismos. La miseria del siglo actual es haber perdido toda esperanza, incluso los farsantes horizontes de liberación que justificaron las tiranías y el exterminio. El siglo XX fue el siglo del miedo. El siglo XXI es el tiempo del vacío espiritual.
En este caos moral, la familia vuelve a ser respetada, como el lugar último de resistencia y reducto de solidaridad entre generaciones. Las pensiones de los abuelos compensan la inclemencia del paro juvenil. El trabajo de la esposa ayuda al marido desempleado. Los ingresos de los hijos se suman a los escasos recursos paternos para crear un fondo común con el que se trata de salir adelante. Bien está que así sea: que, en la boca de quienes tanto se mofaron de todo aquello que de sagrado y permanente tenía el vínculo familiar, asome ahora el clamor a ese refugio contra la insolidaridad, el individualismo y la saña de una sociedad desalmada, atenta solamente al impulso ciego de la avaricia.
Pero los cristianos lo vemos de otro modo. Esta conmovedora ayuda que se prestan sus miembros, frente a un mundo hostil, no hace de la familia un mero instrumento de supervivencia. Durante mucho tiempo, hemos advertido del significado último de este vínculo familiar. Lo hemos hecho cuando trataba de verse en el matrimonio un mero contrato revisable para poner en orden los aspectos legales de una convivencia. Hemos proclamado que el matrimonio es un sacramento. Como en cualquier aspecto de nuestra existencia, hemos asentado esta alianza entre personas libres sobre el fundamento sólido de nuestra trascendencia. No pretendemos insultar a quienes, carentes de fe, establecen su encuentro sobre la base de un amor que nunca nos atreveríamos a impugnar o a rebajar. Pero tampoco reduciremos a cenizas nuestra idea de la familia, por la presión infatigable y agresiva de quienes sí se atreven a cuestionar nuestras creencias.
Un vínculo sacramental
Dos personas libres se unen bajo la mirada de Dios. Su amor mutuo es el motivo y la garantía que pueden ofrecer cuando aceptan el compromiso radical de vivir juntos. Es amor humano, pero sentido como un reflejo último de la bondad de nuestro Padre celestial. Es amor imbatible por la adversidad de la vida terrenal, porque en ese sentimiento, en esa emoción profunda renovada a diario, parece recostarse nuestro afán de un amor absoluto. En el abrazo a la persona amada, parece palparse la consistencia del alma. En el sueño compartido de un vínculo perpetuo, parece cobrar forma una metáfora de la eternidad.
Juntas, esas dos personas que constituyen el germen esencial de la familia habrán de enfrentarse a todo aquello que irá constituyendo su existencia en la tierra. Ligados por un sacramento, cada cosa que hagan contendrá la consistencia de su fe, de su esperanza y de su caridad. No podrá tratarse nunca de una entrega reticente, porque estará impregnada de la plenitud de una promesa hecha a Dios. Nunca podrá ser compañía resignada o costumbre indiferente, porque crecerá a la sombra de la pasión redentora de Cristo. No será jamás quebrantada por el mal, natural o social, por la enfermedad ni por la pobreza, porque bastará con tomar las manos del ser amado para notar en ellas el pulso recio, firme e inmenso del Creador. Cuando reinen la salud y el bienestar material, los esposos podrán dar gracias al Señor por la felicidad de disfrutar de tales dones. Cuando lleguen las dificultades, cuando aparezca la enfermedad, cuando en la fragilidad y el sufrimiento asome nuestra condición de seres destinados a morir, encontrarán su corazón reforzado por el rostro de Dios. En las circunstancias más penosas, alabarán a Dios por haberse conocido, por haberse amado y haber surcado juntos la travesía de esta vida difícil. Abrazados no en el miedo, sino en la esperanza, en la seguridad de que todo tiene sentido, fortificados en la verdad última de su existencia en común, emocionados por haber compartido el vigor de un sacramento, podrán decir sin vacilación: hágase tu voluntad.