Acompaño en la despedida en el tanatorio a Felisa, que había cumplido 101 años. Su cuerpo aún conserva un rostro plácido y sereno, surcado por las arrugas del tiempo. La despiden sus cuatro hijos, seis nietos, dos biznietos y familiares y amigos en un ambiente de emoción contenida.
A mi pregunta «¿Cuál es la palabra clave con la que queréis despedir a Felisa?», la respuesta unánime es «gracias». «Gracias, madre, porque nos engendraste para la vida y muchas otras veces nos recuperaste para vivir, cuando hemos estado hundidos o desanimados». «Gracias abuela por las veces que te inclinabas sobre mi pequeñez, me aupabas en tus brazos y me cubrías de besos. Gracias, porque has aguantado los empujones de tu biznieto al que preparabas la merienda sabrosa cuando le recogías del colegio». «Gracias, porque nos has trasmitido tu fe y confianza en Dios, porque nos enseñaste a rezar contigo ante la Virgen, por permanecer a nuestra cabecera cuando estábamos enfermos, porque nos contagiaste tu generosidad para compartir lo poco que teníamos. No había mentira en tus labios ni rencor en tu corazón. Te inclinabas siempre a la misericordia y al perdón».
Yo me sumé a ese coro con las palabras de gratitud de Jesús en el Evangelio: «Gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque te has revelado a los sencillos», como Felisa. A través de ella te das a conocer como Padre que alivia a los cansados y agobiados. En tu regazo paterno, ella encontrará el gozoso descanso tras su vida plena. Desde allí seguirá velando por vosotros y continuará siendo un faro luminoso para alumbrar vuestro camino. Las mujeres como ella, con la escasa formación de la escuela, acumularon la sabiduría que se amasa en el vivir diario sirviendo a los demás. Vislumbraron el misterio de Dios, que está más hondo que las cosas y nos sostiene con su hálito vital.
Lección para nosotros que nos creemos muy entendidos pero necesitamos aprender a ver desde el corazón para recuperar muchas dimensiones perdidas y saborear la vida como entrega .