En el reciente libro Liberar la libertad. Fe y política en el tercero milenio (BAC) que recoge varias intervenciones de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI sobre este importante asunto, encontramos un texto hasta hora inédito que ayuda a entender la forma adecuada en que los católicos pueden participar en la construcción de la ciudad común y en el diseño de sus ordenamientos jurídicos y políticos, descartando tanto los sueños hegemónicos como la renuncia a toda incidencia histórico-política.
Se trata de una carta de respuesta del Papa emérito a su viejo amigo, el senador Marcelo Pera, un liberal agnóstico que desde hace años postula la necesidad de reconstruir las democracias occidentales sobre la base de los valores cristianos. Pera confiesa lealmente que él, como tantos otros, no goza del don de la fe, pero considera que eso no es obstáculo para construir un consenso social basado en la herencia cultural cristiana. Y en los últimos tiempos muestra su desazón por lo que entiende como una especie de retirada de la Iglesia de ese empeño que, a su juicio, podría reunir a creyentes y agnósticos para preservar lo mejor de nuestra civilización. No entraré aquí en los juicios de Pera sobre el momento eclesial, sino en el diálogo que Benedicto XVI establece con él, con una delicadeza e inteligencia que nunca dejan de asombrar.
Hay un interesantísimo primer paso en que el Papa emérito describe la comprensión y formulación de los Derechos Humanos por parte de san Juan Pablo II. Desde su experiencia bajo el totalitarismo, él llega a considerar en cierta medida al Estado laico como forma justa de Estado, en la que la libertad de la fe encuentra el espacio que los cristianos pretendieron desde el comienzo, así que se puede observar una profunda continuidad con la comprensión de la Iglesia naciente. Para Juan Pablo II, la imagen secular de los Derechos Humanos, según la formulación que se les dio en 1948, podía ser reconocida por la razón universal en todo el mundo para hacer frente a las dictaduras de todo tipo.
El Papa Ratzinger apunta que también después del pecado original el orden de la creación, aun estando herido, no ha sido destruido completamente. Existe la posibilidad de que la razón reconozca la verdad, aunque sea trabajosa, aproximativa y parcialmente. Y por tanto, hacer valer lo que es auténticamente humano también allí donde no es posible un reconocimiento de la fe, es en sí una posición justa, incluso necesaria. Hoy vemos cómo se ha deteriorado el consenso moral de la posguerra, paralelo a la pérdida de sustancia cristiana de la sociedad europea. Evidentemente este es un dato que los católicos no pueden olvidar a la hora de entrar en el debate público; no se pueden considerar evidentes algunas certezas que para muchos ya no lo son, pero eso no significa que no puedan argumentarse con inteligencia y paciencia.
Es verdad que, enseguida, el Benedicto XVI advierte de dos posibles peligros: primero, considerar que un cierto orden moral basado en lo que Pera denominaría los «valores cristianos» fuese autosuficiente, haciendo superfluo el testimonio libre de la fe; y segundo, una confianza ingenua en la razón (no olvidemos, dañada por el pecado) «la cual no percibe la complejidad efectiva de la conciencia racional en el ámbito de la ética». Ambas advertencias tienen su miga en este momento histórico.
Por un lado tenemos que guardarnos (los católicos los primeros) de idealizar cualquier sistema social, por mucho que estuviera sustentado idealmente por la tradición cristiana. Sólo la gracia de la fe cura las heridas profundas del hombre y de sus relaciones, y en este sentido no podemos depositar la esperanza en ninguna solución política por bien orientada que esté. Eso no significa que nos resulten indiferentes las soluciones políticas; como escribió el propio Ratzinger en «Fe, verdad y tolerancia», «podremos establecer únicamente ordenamientos que tendrán su razón de ser sólo en sentido relativo, y únicamente así serán justos… debemos esforzarnos en conservar el bien que de este modo se haya conseguido, superando el mal existente y defendiéndonos contra la irrupción de los poderes de la destrucción». No es poca cosa, pero es bien distinta de la ensoñación de una suerte de imperio cristiano
La segunda advertencia también es decisiva. Es importante que seamos conscientes de esa complejidad efectiva de la conciencia racional en el ámbito de la ética para no entrar en los debates actuales con una cerrazón que nos puede volver presuntuosos e incapaces de entender, sino con una comprensión y una piedad última por el hombre que busca a tientas en la niebla. Esto es fundamental para el anuncio libre de la fe y para nuestra participación en la construcción de la ciudad. Por cierto, ambas cosas deben ser distinguidas pero no escindidas. Testimoniar la fe es siempre la tarea radical del cristiano; construir con otros la ciudad nace de la simpatía por el destino de los otros y del deseo de hacer que la convivencia refleje, en cuanto sea posible, el designio bueno de Dios.
Así que en lo referente a la política, el tema que ha motivado este artículo y que tanto ilumina Ratzinger de nuevo, no se trata de pretender construir una «política cristiana» sin cristianos que vivan la fe, sino de compartir con todos (creyentes y no creyentes) la construcción de una ciudad que se aproxime lo más posible a la justicia, aportando los católicos humildemente la inteligencia de la fe, que siempre es inteligencia de la realidad histórica. Y haciendo así, en cada momento y situación histórica podremos obtener diez, treinta o noventa… Serán intentos irónicos, pero como bien dice el refrán, no es igual ocho que ochenta.