En la casa de mi Padre hay muchas moradas
Jueves de la 30ª semana del tiempo ordinario. Fieles Difuntos / Juan 14, 1-6
Evangelio: Juan 14, 1-6
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice:
«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Jesús le responde:
«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Comentario
«Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy». Al final de toda una vida lo que desea Jesús, Dios hecho hombre, es lo que desean todos los hombres que se han atrevido a amar: que la brecha que abre la muerte no sea definitiva, que la separación no sea pérdida. Cristo amó a los suyos, y solo se puede amar para siempre. El amor no conoce otro tiempo verbal en que conjugarse que el siempre: amamos como si amáramos desde siempre, como si no existiera el día en que el amor comenzó a servirse de nuestra sangre; y amamos como si no existiera la muerte: «Amar a alguien es decirle tú no puedes morir», escribió Gabriel Marcel. Amar a alguien en verdad exige la eternidad.
Y esa precisamente es la «gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo». La gloria del Hijo es el amor eterno, anterior al mundo y al tiempo, con el que el Padre ama al Hijo. Ese mismo amor nos tiene, y por medio de ese mismo amor nos amamos entre nosotros. Porque no hay otro amor: «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (primera lectura).
Pero solo quien conoce personalmente su amor, quien conoce a Cristo y el nombre del Padre vive con la certeza de ese amor: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos». Solo quien conoce a Cristo puede alimentar con su amor la esperanza de volver a abrazar a todos aquellos a los que amamos y que perdimos, porque reconoce en Él el mismo amor inmortal con el que amamos a los nuestros. Si amamos así a Cristo, tenemos la certeza de que nuestro amor no puede morir.