Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo - Alfa y Omega

Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo

Miércoles de la 30ª semana del tiempo ordinario. Todos los Santos / Mateo 5, 1-12a

Carlos Pérez Laporta
Todos los Santos. Vidriera de la catedral del Santísimo Sacramento de Detroit, Estados Unidos. Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Mateo 5, 1-12a

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo:

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».

Comentario

Quizá la santidad nos suene como algo demasiado lejano. Conocemos todos nuestros pecados, sobre todo aquellos de los que no nos hemos conseguido desprender. Y de los que nos hemos librado sabemos bien con qué facilidad podríamos volver a caer.

También sabemos de nuestra mediocridad, que es casi peor que el pecado. Es la capacidad que tenemos de conformarnos con sobrevivir, con pasar de largo ante lo importante, ante lo sagrado y ante lo eterno. Es la tendencia que tenemos a menospreciar las aspiraciones más hondas de nuestro corazón, que aspira a lo más bello, a la bondad, a la grandeza, a la Eternidad, para vivir una vida gris. Para nosotros la mayor parte del tiempo quizá sea solo distracción, pérdida, puro futuro que se transforma en puro pasado sin darnos cuenta.

Pero es precisamente por eso que los santos resultan una necesidad esencial: «…Aprehender/ el punto en que la eternidad y el tiempo se intersectan / es tarea del santo / o más que tarea / algo que se le da y quita / a una vida entera de muerte por amor / y fervor, abnegación y entrega. / Para la mayoría de nosotros sólo existe el momento / desatendido, el momento dentro y fuera del tiempo, /el acceso de distracción / que se pierde en un rayo de sol» (Eliot).

Por eso, nos transmite Dostoievski ese mismo pensamiento: «que para el alma resignada del sencillo pueblo […], abrumada por el trabajo y los pesares, y sobre todo por la injusticia y el pecado continuos —tanto los propios como los ajenos—, no había mayor necesidad ni consuelo más dulce que hallar un santuario o un santo ante el cual caer de rodillas y adorarlo diciéndose: “El pecado, la mentira y la tentación son nuestro patrimonio, pero hay en el mundo un hombre santo y sublime que posee la verdad, que la conoce. Por lo tanto, la verdad descenderá algún día sobre la tierra, como se nos ha prometido”».

Las bienaventuranzas de Jesús no son sino la promesa de que nosotros estamos llamados a esa misma eternidad, la misma alegría, la misma plenitud de los santos, dentro del dolor, de la persecución, del hambre… Los santos, pecadores y frágiles como nosotros, nos son prenda del cumplimiento de todas estas promesas. «Aún no se ha manifestado lo que seremos», dice Juan en la segunda lectura, pero «mirad qué amor nos ha ten ido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!». Aspiremos al infinito que ese amor nos ha prometido al adoptarnos.