En el 1.700 aniversario del Concilio de Nicea - Alfa y Omega

En torno al año 320, Arrio, presbítero de la Iglesia de Alejandría, fue denunciado por enseñar que el Hijo de Dios, otro respecto al Padre en cuanto a la hipóstasis o persona según una tradición común del cristianismo alejandrino, no era, sin embargo, Dios como Él, sino inferior en cuanto al ser o naturaleza. Según Arrio, el Hijo, el único creado de la nada directamente por el Padre antes de los tiempos y, por ello, llamado Unigénito, ha creado, por querer del Padre, todos los seres que constituyen el universo. Este subordinacionismo ontológico, que aproxima al Hijo de Dios más a la creación que a Dios Padre, fue considerado inaceptable por Alejandro, obispo de Alejandría. Como consecuencia, Arrio fue condenado y obligado a alejarse de la ciudad.

El presbítero, que contaba con apoyos dentro de la Iglesia alejandrina, encontró también seguidores y simpatizantes fuera de ella; entre ellos, Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea, los cuales trataron de influir por medio de cartas y sínodos en los obispos del entorno para que se posicionaran a favor de Arrio y en contra de Alejandro. Este, a su vez, desarrolló una actividad paralela de signo contrario. Por su parte, el emperador Constantino, quien —tras derrotar a Licinio en septiembre de 324 en la batalla de Adrianópolis, a las puertas de Bizancio— se había convertido en jefe único del Imperio romano, trató de zanjar el asunto por la vía rápida, con el fin de que una controversia teológica, a su juicio banal y sin relevancia alguna, no perturbara la paz política recientemente adquirida. Como ninguna de estas iniciativas conseguía su propósito, Constantino terminó por convocar en Nicea, ciudad de Bitinia, en Asia Menor (hoy Iznik, en Turquía), cerca de su sede de Nicomedia, un concilio. Entre el 25 de mayo y tal vez el 19 de junio del año 325 se reunieron allí unos 300 obispos —las fuentes al respecto no coinciden—, a cuya disposición el Imperio puso su servicio oficial de transporte.

Si bien la práctica sinodal está atestiguada, a nivel local, desde finales del siglo II, la expectación que despertó este concilio fue singular ya en el momento de su convocación. Por un lado porque, aunque la mayoría de los obispos eran orientales, estuvieron representadas las distintas regiones del Imperio; por otro, por el empeño y la presencia de Constantino, que dieron a la reunión un carácter de oficialidad máxima, pues sus decisiones iban a tener autoridad de ley. Se refleja aquí el cambio en las relaciones Imperio-Iglesia, según el cual el emperador va a ser reconocido de facto como jefe también de la Iglesia, de modo que va a tener interés por gestionar los asuntos de la misma en función de sus propios intereses.

Curiosamente no nos han llegado las actas sinodales, posiblemente porque las discusiones no fueron copiadas por notarios. De ahí que, para conocer en cierta medida los temas que el Concilio abordó, dependamos de testimonios de terceros. Estos, además de numerosas discusiones acerca de su recepción, nos han transmitido tres documentos emanados por el Concilio. En primer lugar, la fórmula de fe o símbolo, acompañada de unos escuetos anatematismos. Por otro lado, 20 cánones de carácter disciplinar, relativos a las estructuras eclesiales, a la conducta de obispos, presbíteros y diáconos, a la penitencia pública, a cismáticos y herejes, y a alguna cuestión litúrgica. Son importantes porque, sin que se pueda generalizar, nos permiten tomar el pulso a la vida de la Iglesia de dicho período; en particular, a ciertas problemáticas que afectaban a su existencia cotidiana. Por último, el Concilio dirigió una carta a la Iglesia de Alejandría y a los amados hermanos de Egipto, Libia y Pentápolis, especialmente involucrados en la controversia, en la que les comunicaba las decisiones adoptadas. A partir de ella sabemos además que la reunión sinodal abordó también el controvertido tema de la fecha de la celebración de la Pascua.

En el Concilio, Arrio fue condenado, depuesto y exiliado en el Ilírico junto con los obispos Segundo de Tolemaida y Teonas de Marmárica, que le fueron fieles hasta el final; mientras que sus apoyos más influyentes, Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea, se plegaron a la voluntad de Constantino. El emperador, para sancionar la derrota de Arrio, impuso la firma de una fórmula de fe, el símbolo o credo de Nicea.

La definición doctrinal del Concilio se redactó por primera vez como una profesión de fe, la cual pretendía además ser normativa para todas las Iglesias. Para ello se tomó probablemente uno de los credos bautismales empleados con anterioridad —tal vez el de la iglesia de Cesarea de Palestina—, con la adición de cuatro cláusulas antiarrianas: el Hijo «engendrado de la sustancia del Padre» (frente al Hijo proveniente de la nada de Arrio); el Hijo, «Dios verdadero de Dios verdadero» (frente al Hijo Dios de Dios verdadero de Arrio); el Hijo, «engendrado, no creado» (frente al Hijo, el único creado directamente por el Padre de Arrio), y el Hijo, «consusbstancial (homoousios) con el Padre» (frente al Hijo inferior en sustancia al Padre de Arrio).

Estas formulaciones pretendían en su conjunto afirmar con autoridad que el Hijo era Dios verdadero, como el Padre era Dios verdadero, uno y el mismo Dios; y, por tanto, perteneciente sin ningún tipo de degradación al ámbito divino y netamente ajeno por naturaleza al ámbito de las criaturas.

La injerencia política y la consiguiente falta de libertad y la inmadurez del debate teológico, manifestada en la falta de claridad en torno al término no escriturístico «consubstancial» empleado para acorralar a Arrio, ocasionaron que el símbolo de Nicea resultara problemático ya poco después del Concilio. Solo tras una trabajosa historia de varios decenios, donde fe, teología, política y cuestiones personales se entrelazaron, el símbolo de Nicea se convirtió —a partir y en la versión que el Concilio de Constantinopla de 381 empleó y amplió— en definición doctrinal dogmática invocada desde entonces por todos los concilios ecuménicos de la Iglesia antigua. Con alguna mínima variante, el Misal Romano actual se refiere a él como símbolo niceno-constantinopolitano, uno de los dos credos que se profesan en el rito latino los domingos y las solemnidades.