Ella no puede correr las cortinas - Alfa y Omega

Ella no puede correr las cortinas

Fue noticia ese día. Con su lágrima y su incapacidad para secársela. Ya sé que ella no querría, pero esa foto es todo un aprendizaje de lo poco que podemos hacer por nosotros mismos

Guillermo Vila Ribera
Enfermos de ELA en el Congreso de los Diputados
Foto: José Ramón Ladra.

Supongo que esa mañana el despertador sonó a la misma hora que todas. Y que lo escuchó sin rechistar, quizá abriendo un poco los ojos a la media luz que entraba por la ventana. Quizá pensó, una vez más, que debía decirle a Alicia que corriera más las cortinas por la noche. Aunque sabía que no se lo diría, claro. Al fin y al cabo, cuando apenas se pueden mover los párpados, la problemática del visillo es menor. Llegó Alicia ese jueves con el desayuno en una bandeja. Apartó, a buen seguro, las máquinas, los cables y toda la maquinaria que la mantiene con vida. Puede que le dijera que ese era un día especial: «Vamos, que hoy es el gran día». El gran día porque el Congreso iba a aprobar, por fin, un proyecto de ley que contempla ayudas integrales a los 40.000 enfermos de ELA que hay en España. Como ella. Ese jueves se parece al miércoles, y al martes, y a todos los largos días de cama y ventana, con su misma vista de nubes y claros. Pero tiene algo de distinto. Ese 10 de octubre, ella tiene una misión. Más dura que ir al espacio o que dar la vuelta al mundo, qué sé yo; más terrible que cualquier cosa que podamos imaginar: la misión de salir de casa. Pero ella, estoy seguro, sabe que es importante ir, estar en el Parlamento: con su silla, con Alicia, que la ayuda a vivir. Estar presente mientras sus señorías, con sus piernas y sus brazos sanos, aprietan el botón. Un voto y luego otro, hasta 344. Una vez allí, algunos enfermos son llevados (irían, si pudieran ejercer su voluntad) a la tribuna de invitados; otros, como ella, a otras salas del Congreso. Desde allí, ese jueves cualquiera, vio cómo la vida, que es cultura, ganó una batalla. Quizá una pequeña, pero tan justa que la propia justicia debió arrodillarse en los brazos de Dios, allá arriba. Mientras, abajo, una boca de incendios decora el horizonte. Enrollada, en su sitio, quieta, esperando que algún fuego la reclame. Quieta también, ella no puede evitar las lágrimas. Que brotan porque hacen falta. Son nuestro reclamo. El mundo va muy deprisa, tanto que no lo vivimos demasiado en serio. Huimos a la pantalla, al chisme, a veces ni siquiera miramos dentro de nosotros, porque nos da miedo la herida. Vemos en la tele las historias de otros, sus dolores, y los reducimos a la categoría de noticia. Ella fue noticia ese día. Con su lágrima y su incapacidad para secársela. Ya sé que ella no querría, pero esa foto es todo un aprendizaje de lo poco que podemos hacer por nosotros mismos. Ahora los políticos deben desarrollar el reglamento de la ley y buscar 200 millones de euros cada año para garantizar que no sea papel mojado. Para que la vida de ella, de Alicia —cuyo nombre real desconozco—, de todos los que han peleado como gigantes de hierro desde sus sillas y sus camas, sea un poco más fácil. Supongo que volvió a casa —la llevaron— y volvió a acostarse —la acostaron—, con las cortinas a medio cerrar.

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