El Sahel rompió con Estados Unidos, Europa y, en especial, Francia. Un radical cambio de paradigma en el continente africano ha permitido la entrada de otros actores hasta el momento alejados de la geopolítica de la región. Se trata de Rusia, cuya presencia en esas tierras se justifica por el ascenso de los grupos terroristas contra los que Occidente no pudo luchar y, aun luchando, no dio los resultados deseados. Esto ha provocado una redefinición del papel de las potencias internacionales (Francia, Estados Unidos), pero también regionales como Irán o Turquía, aliados de Rusia. Moscú interviene en los espacios del África subsahariana y del Sahel no como un Leviatán planetario cuya intención es ejercer un control absoluto sobre los ciudadanos para alcanzar la paz, sino como una fuerza de contrapeso al Occidente en declive.
Las juntas militares de Mali, Níger y Burkina Faso expulsaron, a partir de 2021, a las tropas occidentales encabezadas por la operación Barkhane, bajo liderazgo francés, tras más de diez años de presencia sin devolverle a Mali la integridad territorial y permitiendo que parte de la insurgencia armada (en manos de tuaregs y árabes) lograra instalar un Estado de facto en el norte, conocido como Azawad.
Azawad es la eterna tierra disputada por los grupos armados secesionistas y yihadistas, por donde transitan las redes de criminalidad organizada y en donde se asientan las bases de grupos teóricamente ideológicos cuya finalidad es controlar lugares estratégicos por sus tráficos diversos. Este territorio vuelve a ser lugar de afrenta, esta vez entre los insurgentes y las fuerzas armadas malienses que, apoyadas por los mercenarios de Putin (conocidos como Grupo Wagner), se han apropiado de zonas especialmente ricas en recursos como el oro, con el que financian las guerras. En realidad, todos los actores internacionales han penetrado en el Sahel sacando rentabilidad. Rusia no iba a ser menos. La diferencia con Francia es que no actúa bajo el estigma de un pasado colonial y sin designar la amenaza a su antojo. Ha preguntado a las juntas.
Esto también conduce a error. Los poderes militares luchan contra el terrorismo incidiendo en el estigma comunitario. La etnia peul se encuentra en el centro de la diana de los disparos militares porque representa a buena parte de los brazos armados de organizaciones como Dáesh, al oeste de Níger, o Ansar el Sharía, en el norte de Burkina Faso. Sin embargo, convertirla en la amenaza saheliana recuerda al pasado con los árabes de Bin Laden y estigmatiza a toda una población que se cuenta mayoritariamente en los países de África occidental. Bajo este pretexto de lucha antiterrorista, cientos de civiles están perdiendo la vida en matanzas provocadas por fuerzas regulares e irregulares que acompañan a los Estados en su apuesta securitaria.
El 13 de marzo, la sociedad civil acusó al Ejército de Burkina Faso y a sus milicias de haber perpetrado abusos contra civiles en Solenzo, al oeste del país. Según una fuente consultada por esta autora, familias enteras de pastores peuls, mujeres y niños fueron asesinados. Ocurrió entre el 10 y 11 de marzo y los ataques se perpetraron contra la comunidad peul que desde hace décadas vive en esta región, donde opera una organización yihadista. Numerosos vídeos difundidos en redes sociales muestran los cadáveres tirados en el suelo con los pies y las manos atados, ensangrentados. Se repiten estas imágenes en un país que no había conocido la violencia intercomunitaria y que es ejemplo del sincretismo religioso y cultural. «Me aterra el silencio de todos, que nadie comente esta limpieza étnica que se está ejerciendo en mi país. Siento terror porque podemos terminar en una guerra civil», denunció desde Burkina Faso a este semanario una responsable política. La respuesta a esta tragedia no se hizo esperar: tres días antes de la celebración del final del Ramadán, mes sagrado para los musulmanes, el 28 de marzo, un ataque presuntamente yihadista en el este de Burkina Faso acabó con varias decenas de soldados y auxiliares civiles del Ejército. El objetivo fue un destacamento militar de Diapaga, en la provincia de Tapoa. También fueron atacas tiendas y viviendas. El Sahel occidental se ha convertido en una de las regiones más violentas del mundo y la respuesta no se encuentra en la amenaza yihadista, sino en una amalgama de factores históricos, políticos, comunitarios y económicos que encuentran en la violencia una solución. Esto está ocurriendo en un escenario que ha desplazado a Francia, arrastrando a toda la Unión Europea, del centro de la agenda. La nueva visión de las juntas militares es mano dura contra las insurgencias, sin posibilidad de diálogo —tal y como venía ocurriendo antaño para aplacar los brotes de violencia— y una nueva configuración política y económica. De momento, los tres países sahelianos, apeados de la CEDEAO, caminan hacia una nueva moneda local que sustituya el franco CFA que usan otros cinco países de la zona, y un nuevo pasaporte como instrumento para ganar en soberanía.
La autora presentó su libro El fracaso de Occidente en África (Almuzara) el 24 de marzo en Casa Árabe