El vía crucis de Romano Guardini
Para Guardini, «orar es ir a Dios con toda el alma». Este ascenso puede realizarse de modos distintos: en la acción litúrgica, solemne y simbólica; en la oración popular –inspirada en sentimientos de piedad–; en la oración privada, recogida e intensa…
En el año 1918, Guardini sorprendió al mundo alemán con un breve, denso e inspirado estudio sobre El espíritu de la liturgia. Ascendió, así, de súbito al más alto nivel de los intelectuales católicos alemanes. Al año siguiente publicó un vía crucis, «la más antigua y hermosa de las devociones populares», para poner de manifiesto -según me indicó en conversación privada- que todas las formas de oración se complementan, en cuanto enriquecen al alma creyente desde diversas perspectivas. Algunos escritores influyentes no lo entendieron así, y Guardini vio muy mermado su prestigio. Tanto más nos admira que haya seguido promoviendo ardorosamente las diversas formas de oración. Este vía crucis no sólo significa una devoción, muy adecuada a los días de Cuaresma y Semana Santa. Es una meditación en catorce fases de creciente intensidad. La consideración del ejemplo de Jesús, que entrega su vida por amor, crea un clima propicio para abordar el delicado tema del sentido del dolor y de la muerte. Para conseguir que, en el desamparo de la posguerra de 1918, aprendieran los creyentes no sólo a soportar el dolor, sino a superarlo, Guardini divide cada meditación en tres breves fases:
–Expone el suceso de la Pasión que presenta cada una de las estaciones.
–Intenta adivinar el estado anímico de Jesús en ese momento.
–Sugiere cómo hemos de imitar al Señor en nuestros momentos difíciles. Dialoga con el Señor doliente, y se inspira en su ejemplo para dar la debida elevación a la propia vida.
No intenta Guardini someter al fiel que ora a un guión rígido. Quiere mostrarle los tesoros que alberga esta antigua y devota forma de oración, y ayudarle a que él mismo los descubra. Por eso le sugiere que contemple serenamente los distintos momentos de este acontecimiento decisivo en la Historia de la Salvación, y, a la luz que irradia el temple de Jesús ante los sufrimientos, oriente su vida hacia el reino del puro amor al que su vocación cristiana lo llama.
El estilo noble y severo del relato responde a la dureza de los tiempos en que fue escrito. En ellos, la fe y la esperanza de sus compatriotas se veían sometidas a pruebas extremas y necesitaban estímulos sobrehumanos. De ahí el interés de Guardini en subrayar que el Señor abordó la dureza de su Pasión con toda lucidez -sin la mitigación que produce el embotamiento- y con la mayor decisión, propia de quien consideró ese tipo de muerte como la meta y la quintaesencia de su vida. Cuanto sucedió en su vía dolorosa estuvo «embebido de la ácida amargura de ser injusto e inmerecido». Pero el alma del Señor «está lúcida y serena. Va al encuentro de la cruz y la toma, decidido, en sus manos». A quien tan bien conoce estas situaciones límite le pide Guardini ayuda para soportar las tribulaciones con soberanía de espíritu:
«Ayúdame a mantenerme firme cuando llegue la hora. Tal vez esté ya la cruz aquí, o muy cerca. Que venga cuando sea: yo quiero estar preparado. Hazme fuerte y generoso, para que no me lamente ni oponga a lo que haya de suceder un día. Quiero mirarle a los ojos con valentía y reconocer allí la mirada del Padre. Otórgame la firme confianza de que también este dolor será para mi bien, y dame fuerza para aceptarlo resueltamente. Si consigo esto, buena parte de su amargura habrá sido ya superada» (véase El vía crucis de Nuestro Señor y salvador, ed. Desclée de Brouwer).
Este espíritu del vía crucis lo asumió Guardini de forma resuelta y perseverante. En los días más duros de una penosa enfermedad, le dijo a la Hermana enfermera: «Estos días son para mí especialmente valiosos y bellos, sobre todo hoy. Si supiéramos lo bueno que es Dios, no podríamos sino estar alegres durante toda la vida».
Cuando, en la noche del 30 de septiembre de 1968, sintió cercana la muerte, rezó durante una hora sus oraciones preferidas. Entre ellas resaltaba la confesión de su admirado san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti».
Morir fue entendido por Guardini como el retorno a la Casa del Padre. «Morir significa para el cristiano que Cristo viene y llama. La vida terrena se quiebra, pero, justamente por eso, se abre la puerta y, al otro lado, está Él» (véase El Rosario de Nuestra Señora, ed. Desclée de Brouwer). Este reencuentro con el Señor supone nuestra participación en su triunfo. «En todo el desvalimiento y dolor que puede implicar el morir está contenido el morir de Cristo. Pero esto es la vertiente que mira a nosotros de ese conjunto cuya otra vertiente se llama Resurrección».